LA LUZ DE LA COMPRENSIÓN.
El silencio de la madrugada se mantenía en suspenso por toda la casa, apenas se escuchaba la respiración rítmica de su esposa dormida. El frío era más intenso que inviernos pasados.
Desde hacía varios minutos estaba despierto, le era imposible volver a conciliar el sueño; le resultaba incómodo seguir acostado con los ojos abiertos a la oscuridad, por lo que se levantó. Mientras se preparaba un café, el reloj de la cocina le indicó que eran las cinco de la mañana; solamente le quedaba ponerse a leer para dejar pasar el tiempo.
Sentado en un sillón sus ojos se pusieron a recorrer las letras del libro, aunque no era mucha su concentración, pues pronto saltaron hacia el nacimiento colocado en un rincón de la sala. Las pequeñas figuras de barro de la Familia Sagrada colocadas en un pesebre junto al buey y el burro; a su alrededor los ángeles, los pastores con sus ovejas, los reyes magos.
Los últimos meses habían sido difíciles para la familia, se sentía agobiado por las deudas económicas, se le hacían impagables pues los intereses se habían ido acumulando. Durante todo ese tiempo se esmeró en realizar otras actividades adicionales a su trabajo normal; acudió de un lugar a otro, pero no logró ingreso adicional alguno.
Al ver la imagen de San José reflexionó sobre las angustias que debió haber pasado en su largo viaje a Belén, y más aún cuando no encontraba un lugar dónde hospedarse con su esposa a punto de dar a luz; ni siquiera un pequeño refugio para pasar la noche.
La imagen del Niño Jesús envuelto en su manto, le sonrió; con su pequeñez y humildad le dijo que era un Dios vivo, con la alegría de una familia unida a pesar de los contratiempos que se pudieran presentar. A final de cuentas San José supo confiar en el apoyo divino, con su forma de pensar sencilla, tenía la certeza, como había sucedido con el patriarca Abraham, que Dios proveería lo necesario para solucionar los problemas del momento. Y así fue, cuando todo mundo le cerraba las puertas encontró alojamiento en un pesebre. Cuando la noche era oscura de más, una estrella la iluminó. Cuando más solo se sentía, los ángeles le hicieron compañía.
Se quedó mirando el nacimiento, a su alrededor no había regalos como otros años; esa noche la cena iba a ser muy sencilla, no habría para más. La frustración le hizo cerrar los ojos, ya no quería pensar en nada. El sopor le invadió; el libro quedó sobre sus piernas.
Cuando volvió a despertar vio que la imagen del Niño Jesús le seguía sonriendo, aunque no entendió en ese momento lo que le quería decir, empezó a sentirse más tranquilo. Escuchó un ruido proveniente de la calle, levantó la cortina, no vio a nadie, sin embargo se dio cuenta que empezaba a clarear. Casi en el horizonte estaba la estrella de la mañana anunciando el nuevo día, la víspera de la Navidad.
Una luz pareció brillar en su interior. No sabía cómo, pero algo le dijo que no se preocupara de más, tenía lo más importante: sus cuatro hijos, todos ellos de pensamientos puros, nobles, juguetones; su esposa en todo lo apoyaba, siempre con una palabra de aliento y su mano firme auxiliándole en la conducción de la familia desde hacía poco más de once años de vida matrimonial.
Mientras así pensaba, no percibió cuando llegó su esposa a su lado.
– Hola mi amor, te preparé esta taza de café para que entres en calor.
Cogió la taza, le dio un sorbo a la bebida caliente, sus ojos agradecieron a su esposa el detalle. Ella se sentó a su lado y le pasó el brazo sobre el hombro.
– No te preocupes de más, Dios nos está ayudando, hasta ahorita nada nos ha faltado.
En el horizonte había un tenue amarillo separando el techo de las casas de sus vecinos y el cielo azul, totalmente despejado, era la luz de la comprensión, de la armonía, del amor en familia.
Phillip H. Brubeck G.