Pueden llamarme: Suerte

Pueden llamarme: Suerte

Dedicado al amigo Sacerdote Jesuita, quien un buen día, me dijo: “¡Prefiero bendecir un prostíbulo antes que un banco porque a lo mejor esas pobres mujeres están allí por necesidad; mientras los otros lo hacen por avaricia!”.

Todo comenzó aquella fría noche, cuando buscaba calor con un buen trago —comenzó el joven barman—. Cómo olvidar aquel momento…

Llegó entrada la media noche exacta, observó ligeramente el lugar y se dirigió a la barra.
—¡Que sea vino, por favor! —ordenó y ocupó uno de los asientos.

—Cómo no señor, en seguida, —respondí y le acerqué un vaso de cristal junto a una botella.

—¡Gracias! —expresó y lo sorbió de un solo jalón—. Otro por favor. ¡Ah! y me anotas los que tome en adelante, pero me los sirves en esta —Y extrajo la suya de lo que parecía una larga chaqueta de traje.

“Vaya, pensé es…” —Pero reaccioné—. Cómo usted diga, señor.

La luz se reflejaba en su cuerpo que parecía traslúcido. De vez en cuando dejaba pasear la mirada por el semi iluminado lugar. Distintas escenas colmaban el espacio.

A ambos lados, parejas de hombres y mujeres conversaban.

—El local siempre ha sido importante para nosotros, comenté. Aquí han roto parejas, otras se han jurado amor eterno. Los negocios no han faltado —intervine convencido como siempre: quien viene a este lugar es porque necesita conversar.

Su rostro perfilado de prominente nariz en medio de la escasa luz, dejaba observar un frondoso cabello.

El tono de la plática a su derecha cobró otro nivel, lo que de inmediato captó su atención y decidió intervenir.

—Temo que eso no es del todo cierto —expresó en voz baja sin mirar hacia el sitio de donde provenían las voces.

Sus palabras sonaron aguadas a los oídos de los hombres. Las voces callaron. Uno de ellos reaccionó.

—No se meta en lo que no le incumbe.

—Perdón yo sólo que… El espacio es algo pequeño y complicado, pensar, meditar y no escuchar lo que ocurre a su al…

—Déjalo —opinó el de la izquierda—. Dijiste pensar, me…di…tar.

—Exactamente —respondió, sin inmutarse.

—Pero amigo pienso que se equivocó de lugar, no creo que aquí se pueda me…di…tar —expresó en tono de duda.

—Después de todo que puede hacer si a lo mejor ni siquiera sabe de lo que se trata, jajajaja… —se carcajeó su compañero de farra. Como nadie lo siguió en su burla, reaccionó y apenado agregó:

—Está bien, acércate. Después de todo aquí en el prostíbulo todos somos iguales.

—Y en el cementerio —ripostó el otro.

—Pues eso no lo sé, todavía no he estado allá, jajajaja…

—Pero eso dicen, jajajaja…

—El único lugar donde todos somos iguales es el reino de los cielos —dijo una dama.

—Eso también es un dicho, pues nadie ha regresado a contarnos, jajajaja…

—¡Gracias! —dijo el visitante. Su rostro se iluminó y dejó ver por un instante sus facciones tostadas por el sol; tomó su copa y se acercó a sus interlocutores, instantes después era ya uno entre ellos.

El grupo asentó con la cabeza en señal de aceptación.

—Todo lo han disfrazado con la mentira, han fabricado su propia verdad y se han encargado de difundirla por todos los medios. La corrupción les llevó a almacenar riquezas; el poder, a comprar conciencias; la ambición, a confundir la vida…

Dejé un instante mi lugar para acercarme a lo que parecía una conversación interesante.

«Ustedes hablan de religión y ese no era el objetivo de aquel hombre para quien lo espiritual era la esencia de su prédica. La religión es un partido que apoya guerras, vive en palacios, negocia con políticos, compra conciencia, derroca gobiernos; olvida a su gente; que divide en credos y ha puesto a Dios en serios aprietos. Seguramente aquí hay entre ustedes quienes vienen a desahogar tristezas, calmar penas, por no tener como pagar un crédito, porque los dejó o dejaron la pareja; todo porque aquí (como suele ocurrir) se sienten iguales y se escuchan y se entienden y se comprenden y… »

A medida que se iba escuchando su mensaje, los rostros caían sobre los cuerpos, lágrimas que fluían sobre sus pieles —unas arrugadas; otras, no tanto—, corazones que ahora escasamente palpitaban, miradas que buscaban las palabras desde cualquier rincón.

«Pero sólo un credo, una idea, un momento es suficiente para todos: el licor.»

No podía creer lo que sucedía a su alrededor con cada palabra.

«Amigos, amigas no vale la pena dividirse por nada; multiplicarse sí, por el amor, la familia, el trabajo, la amistad…. »

Sus pausas eran instantáneas como para evitar que tuvieran tiempo de pensar.

«Lástima que no sea en esa iglesia de paredes inventada por ellos para secuestrar a Dios como en la antigüedad. Afortunadamente el Padre está en todas partes, especialmente en lugares como este porque es donde más lo quieren, pero, sobre todo, donde más ama.»

Nadie dijo nada. Hasta que…

«Finalmente, amigos, amigas también visito prostíbulos; he rosado esas pieles, secado sus lágrimas. Les aconsejo escúchense en sus penas; cuenten sus tragedias, comuniquen sus derrotas, compartan sus victorias; ayúdense unos a otros porque en esos actos también hay bienaventurados y está presente el reino de Dios —hizo otra pausa, los miró a los ojos—. Y ahora me disculpan debo irme.»

Se dirigió al sitio que había ocupado y me habló una vez más:

—Toma con esto tendrá lo suficiente —y se acercó a mi oído para decirme algo más, que sólo comprendí años después—. Con eso pagan ahora. Esto es para mis amigos y usted.

—Pero señor eso es demasiado —expresé sorprendido.

—Tranquilo. Sólo toma lo que te corresponde. Da a los demás como en efecto es el deber ser. Esta es mi dirección por si falta algo. —Me extendió lo que a simple vista parecía el nombre de un lugar en la ciudad—. También esto —y me acercó la copa.

—Si tienes algún amigo sacerdote, no cualquiera, la mayoría son farsantes —comentó—, envíale una foto. Estoy seguro se entusiasmará.

—Está bien —respondí. Tomé una pequeña bandeja y sobre la superficie brillante coloqué lo entregado y lo ubiqué en la vidriera. De inmediato procedí a cumplir con lo sugerido por el hombre, quien sorbió el último trago y…

—Ahora debo irme. —Hizo una pausa. Se dirigió al grupo—. Ah las que faltan corren a mi cuenta, luego vayan a casa. Todo va a estar bien, se los aseguro.

Hubo un silencio. El hombre dio media vuelta y se dirigió a la salida.

—¿Oye cómo te llamas? —gritó el hombre que había pretendido mofarse de él.

—Eso no importa; con mi nombre y mis ideas también han engañado, pero si quieren pueden llamarme: suerte.

—Jajajaja… se dejó escuchar con estruendo.

—¡Adiós, suerte!, jajajaja…

—Cuidado con lo que dices, idiota —le increpó su compañero. Es que no entiendes.

El visitante simplemente sonrió, levantó su mano, en señal de despedida, y desapareció en la penumbra que ocultaba la entrada, camino a la salida.

Una de las mujeres corrió a alcanzarlo, pero ya no estaba.

—Parece que se esfumó, —expresó con tristeza, de regreso al lugar, comentaba lo sucedido mientras disfrutaba del obsequio recibido en medio de risas.

Al día siguiente llegó el cura movido por la curiosidad que la foto había despertado en él.

—¿Dónde está, Francisco? —preguntó nervioso.

—Aquí —respondí y señalé hacia el lugar donde permanecía lo dejado por aquel hombre la noche anterior.

—¿Puedo verlo?

—Claro –le acerqué la bandeja a aquel sacerdote cuyos ojos parecían salir de sus hoyos desesperadamente.

Con parsimonia desdobló el papel que, además de la nota, contenía cinco manchas de color escarlata en su interior.

—Estás seguro que esa es su dirección.

—Sí, seguro. La leí incluso.

—Pero esto es otra cosa, mira, además tiene…

—No puede ser, señor. Ahí decía que vivía en…

«Búscame y me encontrarás en el tronco de un árbol que se tala; en la iglesia sin paredes que libera, debajo de las…»

Cuando observó la supuesta moneda quedó petrificado.

—¡Santo Dios, no puede ser!, —Exclamó y se arrodilló.

De inmediato, se comunicó con el Cardenal, quién suspendió una velada de negocios y se presentó al lugar. La reliquia, según ellos debían estar en el Vaticano y así fue, expertos realizaron una réplica y la colocaron de exhibición en el salón principal que daba acceso a su oficina.

Cierto día, o, mejor noche, cumplía mi acostumbrada labor, cuando…

—Me das un trago de vino, por favor.

El barman sonrió.

–¿Puedo saber el motivo de la risa?

—Lo siento señor, es que ahora no se sirve más que eso.

—¿Y qué pasó?

—Es que usted no se ha enterado… Ahora esto es un sitio de peregrinación.

—¡Peregrinación! —dijo el visitante extrañado.

—Sí, desde que un hombre dejó unas cosas, la iglesia estuvo aquí y las confiscó porque según ellos era sagrado, hasta llegaron a decir por las redes sociales que el propio Jesús había estado aquí, y esto se convirtió en…

El hombre no pudo contener la risa.

—Desde entonces, sólo servimos…vino, sólo vino, señor. Se vierte en el vaso que dejó el Cardenal. —Sonreí.

— ¿Por qué la risa, amigo?

—Porque es una réplica, estoy seguro. Cuando lo tomo para servir, no siento aquella extraña sensación que…con sólo acercar la botella sentí cuando esta apenas rosaba el… —Su voz cambió de tono—. Luego se pasa a otro para ser consumido.

—Vaya —expresó el hombre—. Sorprendente. —Hizo una pausa—, ¿puedo observar la copa?

En ese momento uno de los presentes pidió otro y efectivamente el joven barman realizó el acto tal como se lo describió.

—Por supuesto.

El hombre apenas la tuvo cerca se dio cuenta de la farsa.

—¿Y luego qué hacen? –preguntó.

—Existe un día a la semana para cada acto: oración, meditación, canto… En fin, esto ahora es otra cosa.

—Permanecen en silencio. Comentan en voz baja. Observe…

En efecto parecía un sitio de oración, pensó.

—Ah y lo peor es que mira —le acercó el teléfono celular— eso también ocurre en prostíbulos, cárceles…

—Bien si es así, pues que viva el vino y extrajo su copa junto a unas monedas que colocó sobre el mostrador.

Fue entonces que el joven se percató que estaba frente al mismo hombre.

—Señor es usted, y por qué no había vuelto, aquí guardo lo que me restó de cuánto gasté esa noche, y le acercó dos monedas.

—¡Gracias, son tuyas! —Y le extendió su mano—. Eres un buen chico.

Francisco accedió y una carga de electricidad recorrió su joven cuerpo al punto de hacerlo soltar de ipso facto su mano. Estaba nervioso.

—Tranquilo todo va a estar bien. Dame ese y coloca este en su lugar.

—Cómo diga señor. Pero aquí hay cámaras desde entonces, ¿Y qué hago con el otro señor? Haz el cambio cuando te indique. Sorpresivamente hubo un ligero apagón, acto que aprovechó el barman para cambiarla sin que se notara.

—Cuando salgas, regálalo a uno de esos personajes de la calle.

—¡Este sí es de verdad, comenté emocionado!

—Cuéntame de las personas con quienes compartí, ¿vienen?

—Sólo la dama que salió tras usted. Viene, pide un trago y mientras lo consume, observa el lugar, luego se retira. Por cierto, salía cuando entraba, ¿no la vio?

El hombre recordó el roce con la mujer en la estrecha puerta; la suavidad de aquella voz, por un instante conocida. Y la insistencia de aquella dama en observar su rostro en medio de la oscuridad que daba la bienvenida al recinto.

—Dame el trago, por favor.

—Ah sí, sí, disculpe, señor, es que…

El hombre sorbió el líquido y dirigió su mirada hacia el espacio. Dio media vuelta; sonrió y se alejó.

El joven barman —con lágrimas en sus ojos— lo observó una vez más hasta que su figura desapareció en la penumbra del lugar. Había sido una inolvidable experiencia.

Tulio Aníbal Rojas.

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