Ofrenda de paz

Ofrenda de paz

Estudié música en una de las más prestigiosas universidades del país. Muchas calles recorrí con mis instrumentos, especialmente ese que había obtenido en una subasta cuando todavía era un joven que soñaba con comerme el mundo. Y un día de esos que ocurren sin que nadie lo espere, me encontré en el Amazonas. Había cruzado cientos de kilómetros desde San Cristóbal (vía San Fernando de Apure). Recorrer ese vasto territorio donde usted puede observar los médanos, es una experiencia inolvidable. Sentir esa tierra de gracia donde el pasado quizás se detuvo para devolverse en el tiempo, no tiene precio.

Ya, en Puerto Ayacucho, me dispuse —como era mi plan— visitar la plaza indígena que estaba como siempre revestida de rojo y marrón ocupada por personas semidesnudas que en su lengua nativa ofrecían los productos artesanales. Me acerqué lentamente hasta poder observar su rostro y piel tostada por el sol y protegida por productos naturales: magia sin duda. Saqué unas monedas y adquirí unos suvenires para llevar de regreso a mis seres queridos.

Contento por fin de lograr algo esperado, me dispuse interpretar algunas piezas clásicas en el fino instrumento. Necesitaba dinero para continuar el viaje que me llevaría a Delta Amacuro para seguir camino Orinoco abajo hasta encontrarme con el mar caribe que de brazos abiertos recibe cuanto cauce hay a su alrededor. De pronto, frente a mí algo llamó poderosamente mi atención. El grafiti, ilustraba la imagen de un indígena yanomami con una vasija de metal en sus manos, en un acto de maravillosa ofrenda de cuanto representan para la humanidad.

Los yanomamis conforman el pueblo indígena relativamente aislado más numeroso de América del Sur. Como la mayoría de los pueblos indígenas del continente, posiblemente emigraron hace unos 15.000 años a través del Estrecho de Bering que une Asia y América, y poco a poco fueron bajando hasta Sudamérica. Hoy en día, su población total está en torno a las 38.000 personas.

Por supuesto esa población milenaria parece sucumbir ante tanta hegemonía occidental que se nos impone a diario.

Me detuve en su colorido mensaje antes de decidir si era ese el mejor lugar para lograr mi cometido.

En Venezuela, viven en la Reserva de la Biosfera del Alto Orinoco-Casiquiare, que tiene 8,2 millones de hectáreas; en grandes casas comunales de forma circular llamadas yanos o shabonos. Cada familia tiene una hoguera propia donde prepara y cocina la comida durante el día. Por la noche, cuelgan las hamacas cerca del fuego, que mantienen encendido hasta la mañana para estar calientes. Algunas pueden alojar hasta a 400 personas. La zona central se usa para actividades como rituales, fiestas y juegos.

Observé que el sitio estuviera un espacio donde conectar energía eléctrica y de inmediato manos a la obra. Me pareció el lugar ideal: “no estoy pidiendo; estoy ofrendando”, —pensé—. Y de inmediato el arpa (mi entrañable compañera) dejó sonar su inconfundible voz al compás de mis educados dedos que iban y venían en medio de cada nota musical. Pero mi pensamiento estaba allí en esa etnia, ese grupo golpeado por la minería ilegal, el desplazamiento forzado, los terratenientes, la ganadería, enfermedades mortales como la malaria y el sarampión y una caótica atención sanitaria. Siglos después de la invasión europea, continúan sufriendo los impactos devastadores de la civilización occidental que introdujo colonos, enfermedades y alcohol. Actualmente, la situación es muy grave, y algunos yanomamis han sido envenenados y han estado expuestos a violentos ataques durante años.

Si hubiesen adivinado lo que pasaba por mi mente, mientras observaban a aquel bohemio hombre colocar sus cosas en el mejor sitio para comenzar su diálogo musical, sin duda me habrían llamado loco.

Los Yanomamis creen firmemente en la igualdad entre las personas. Cada comunidad es independiente de las otras y las decisiones las toman por consenso. Las tareas se dividen según el sexo. Los hombres cazan pecaríes, tapires, monos y un tipo de cérvidos, y a menudo usan curare (un extracto de plantas) para envenenar a sus presas. Ningún cazador come la carne que ha cazado. Por el contrario, la reparte entre sus amigos y familiares. A cambio recibirá carne de otro cazador.

Jamás había aprendido tanto sobre tantas cosas en tan breve tiempo. La visita había sido inesperada, pero significativa para quien lleva en su piel el color del origen mismo de la conquista y colonización que azotó las tierras de la Abya Yala.

Las mujeres cuidan de los huertos, en los que cultivan cerca de 60 tipos de grano de los que obtienen casi el 80% de su comida. También recolectan frutos secos, moluscos y larvas de insectos. La miel silvestre es muy apreciada y cosechan 15 variedades. Poseen un vasto conocimiento botánico, utilizan cerca de 500 plantas para comer, elaborar medicinas, construir casas y otros artefactos. Su sustento se basa en la caza, la recolección y la pesca, pero también tienen grandes huertos.

Esa mañana muy temprano me invitaron a caminar con ellos por el lugar. Observar sus movimientos en la selva es sencillamente fantástico. Nosotros lo aprendemos. Ellos nacen con esas virtudes, pues desde muy pequeños asumen como suyo lo que para nosotros sería una carga, a lo mejor.

El mundo espiritual es una parte fundamental de la vida de los habitantes ancestrales. Cada criatura, piedra, árbol y montaña tiene un espíritu. Como es característico de los cazadores-recolectores y de los agricultores nómadas, trabajan menos de cuatro horas al día de media para satisfacer todas sus necesidades materiales. Les queda mucho tiempo libre para el ocio y las actividades sociales.

Para alguien que le gusta no hacer nada, suena excelente. En ese tiempo fue que logré conversar con su cacique, conocer su tradición y sentir esa energía recorriendo mi cuerpo.

La gente comenzó a reunirse en torno a mí, —quiero decir a la música—, que no paraba de hablar en su lenguaje pluriversal. Había estudiado piezas clásicas de don Juan Vicente Torrealba, como “Concierto en la llanura” que parecía ser conocida por el gentil auditorio que me acompañaba. Mis ojos no veían más que las cuerdas, mis oídos el sonido y mi mente enlazada con el pensamiento que me llevaba de un lado a otro para rendir homenaje a la mítica cultura étnica que no se ha cansado de ofrendar su vida, creencias, cultura y tradiciones.

El aplauso no se hizo esperar, y las ofrendas comenzaron a caer sobre la totuma, —esa misma que había recibido aquella tarde cuando llegué a la comunidad y el niño me la obsequió—. Desde entonces la conservo como símbolo de entrega, pero sobre todo de amor.

El tiempo fue breve cuando una voz me dijo: “amigo, tu tiempo terminó, siga su camino”.

Simplemente comencé a recoger mis cosas, sin dejar de observar por última vez aquella imagen de paz. Corrí hasta la plaza, afortunadamente todavía algunos remanentes del grupo recogían sus pertenencias. Me acerqué a uno de ellos. “Tome” —le dije, moviendo mis manos—. Con la lengua de señas nos entendimos. Sonreí y continué mi camino, satisfecho de haber compartido aquella ofrenda con el pasado que hace diferente y único el presente.

Tulio Aníbal Rojas.

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