Sueño con vos

Sueño con vos.

Él me abrazó como si nadie nos persiguiera, como si no estuvieran por encontrarnos, como si fuera una nimiedad que alguien nos viese y disparase desde alguno de los balcones o diera la voz de alerta. Él me abrazó como si hubiese sido él quien me liberara, quien hubiese cruzado kilómetros para rescatarme y llevarme a un lugar seguro, a pesar de que había sido al revés: yo fui por él sin saber que era él. Yo, que soy incapaz de matar a una hormiga, no dudé en seguir las órdenes de Laura cuando dijo que sabía que alguien importante estaba cautivo en un galpón del conurbano y que era posible sacarlo de allí mientras Juan Cruz y Virginia hicieran su parte.

No supe cuál era la parte que ellos debían hacer hasta que nos reunimos en la estación de trenes y vi que Laura les daba los explosivos. Tampoco sabía cuál era mi parte, y no se trató de que no me importara: tenía miedo de preguntar. El miedo que me silenciaba era tan grande, tan invasor, que me llenaba las venas con una pulsión excepcional y me mantenía en movimiento.

Cuando yo era chica mi padre solía decir que el miedo no es zonzo. Y que en los animales provoca tres tipos de reacciones: se quedan quietos y se mimetizan con el paisaje para pasar desapercibidos, corren para salvar sus vidas, o enfrentan ciegamente lo que los atemoriza. Yo no elegí una opción. Me pareció que no la había. Me subí al coche de Laura sin decir una palabra y, luego, me bajé cuando llegamos a la arboleda repasando el mapa que tenía grabado en la memoria para esperar que la explosión me indicara que era mi turno de avanzar después de que ladraran los perros y el galpón quedara libre de guardias por un rato.

Recuerdo que corrí entre los árboles como si me empujara un viento inexistente, que llegué al portón y que entré pegada a las paredes de lata como si todo hubiera formado parte de una película en vez de ser la realidad. El único guardia que quedaba estaba de espaldas a mí, entre ese alguien importante y yo; de modo que no supe quién era hasta que golpeé la nuca del guardia y lo hice caer al suelo. Cuando vi que era él, el corazón casi me da un vuelco. La boca deformada por los golpes, la ceja cortada, sus manos y piernas atadas a la silla bajo la luz blanca como la luna que caía desde la lámpara, casi me paralizan. Corté las cuerdas que lo apresaban y, prácticamente, lo cargué sobre mi hombro hasta la salida. El aire frío de la calle le limpió el letargo. Corrimos siguiendo el mismo serpenteo que yo había hecho entre los árboles, hasta divisar la avenida vacía. Allí tuvimos que detenernos porque a los dos nos faltaba el aliento y, cuando creí que iba a desfallecer y temí que si eso ocurría no podría levantarlo, él respiró como si se bebiera todo el aire del mundo en un solo sorbo. Y me abrazó.

Sentí que cabía a la perfección en el hueco de ese abrazo sin distinguir si era su cuerpo el que se amoldaba al mío o si era el mío el que se amoldaba al suyo, en un encastre inmediato de piezas que se necesitan mutuamente para que el puzle cobre sentido. Sentí el calor de su cuerpo atravesando mi ropa y llegando a mi piel en oleadas y latidos.

Ambos teníamos los ojos cerrados. Fueron décimas de segundo. Cuando abrí los míos, las lágrimas corrieron solas mojándome las mejillas. Entre tantas cosas que con él no sé cómo funcionan, porque en su presencia se me acaba la sapiencia y floto en la confusión, tampoco sé si fue un pequeño llanto de dolor liberado o si fue el cansancio que se me hizo agua para huir en el primer instante de serenidad en medio de la tempestad.

Quería quedarme allí: en el nido amoroso de sus brazos, apoyada en la firmeza de su pecho, inspirando el olor del sudor y la sangre que empapaban su camisa. Cuando apoyó su mentón en mi cabeza, el celular vibrando en mi bolsillo me recordó que Laura nos esperaba con el coche dos calles más allá, para llevarlo hasta la puerta de la casa que María le había indicado. No volví a verlo hasta dos semanas después.

Durante ese tiempo lo hice a un costado de mis pensamientos. Tengo la costumbre de desterrar de mi cabeza todo aquello que me es inaccesible. Aún no resuelvo el conflicto que esto produce en mi interior: la mente desecha pero el corazón retiene. Y en algún momento siento alfileres hincadas en el pecho, diminutas, incapaces de provocar dolores que no sean soportables, pero con el poder de molestar y aislarme de lo cotidiano de a ratos. No es un problema de relación con los demás, al contrario: es la relación conmigo misma, entre mis partes no concordantes, la que me pone a veces a mirar el cielo, una pared o un libro que abro y que no leo, dejándome colgada de la nada tratando de discernir qué es lo que duele, o por qué duele si se suponía que ya lo tenía resuelto.

El sábado del encuentro en el campo de Ernesto, yo me sentía así: absurda, en medio de las personas que iban y venían al sol del mediodía como si más allá de la tranquera no estuviésemos en guerra. La mesa tendida, la carne asándose a la parrilla, el vino en los vasos, conspiraban tañendo en los labios cascabeles de risas que se soltaban sin avaricia. Ernesto iba de un extremo al otro controlando que cada cosa estuviera en orden. Laura era otra vez Laura: con la remera holgada y los pantalones llenos de bolsillos, cuyas botamangas le tapaban casi por completo las zapatillas, con la sonrisa generosa y su mirada brillante. Juan Cruz y Virginia compartían anécdotas de días de pesca en el dique, repantigados en sus reposeras sin que alguien que los viera pudiera imaginarlos detonando siquiera una bengala de año nuevo.

Yo también era nuevamente yo, la que soy, sin máscaras ni revestimientos; aunque tengo la esperanza de que, cada vez que digo eso, la que soy sea mejor que la que fui ayer a pesar de que mi ropa siga siendo la misma ropa negra y mi pelo siga suelto y desprolijo como si no conociera un peine. Pero eso es lo de menos, lo terrible es el semblante que hasta yo me veo en el espejo: ese aspecto de persona a la que nada le importa, fría, desinteresada, pensante y calculadora. Es mi carta de presentación, lamentablemente. Porque en realidad me habitan todos los volcanes de la tierra y las tormentas del océano, pero no aprendí a soltarlos ni a volverlos evidentes. Me asustan. Por eso los guardo dentro de mí, muy en el fondo, donde nadie pueda verlos y tenerles miedo.

Él llegó cuando yo estaba preguntándome en cuál de las conversaciones podía intervenir. Hay situaciones en que me siento obligada a interactuar con los demás para no parecer tan rara. Antes de oírlo, lo adiviné a mis espaldas. Supe que estaba ahí y deseé profundamente volverme transparente o diminuta y quedar escondida debajo de la mesa como una pelusa. Muchos se levantaron para saludarlo. Me quedé más quieta que nunca, sin que mediase mi voluntad; amarrados los zapatos al piso, pegada la espalda al respaldo de la silla, la vista fija en una rodaja de pan mordida que estaba entre mi plato y la fuente de la ensalada, inmovilizada por el terror de que su presencia reactivara los alfileres y me expusiera ante todos.

Él hablaba con unos y otros. Yo no quería darme la vuelta. No quería enfrentar sus ojos ni el recuerdo de su abrazo. No quería revivir aquel instante en que supuse que, sin querer, le había dado a conocer más de la mitad de mis secretos junto a toda la debilidad que cimenta mi fortaleza. También funciono así, y no puedo impedirlo: si alguien no me importa, sé que puedo seducir, atraer y hasta disfrutar. Pero sin raíces. En cambio, cuando alguien me interesa de verdad no sé qué debo hacer o decir y me da pánico que me rechacen o que no me quieran.

Pero era inevitable, su voz se oía cada vez más cerca y no había modo de huir sin que lo notara. Hasta que estuvo tras de mi silla y no hubo remedio. El abismo se presentó ante mí y tuve que pararme en su borde improvisando la entereza que me faltaba. Su mano se apoyó en mi hombro y oí que hablaba, pero no supe lo que decía. Me puse en pie. Algo azul me tiñó los ojos y me empujó al mareo. Pero allí estaban sus brazos envolviéndome de nuevo; los cuerpos encastrando perfectos en el abrazo; su calor atravesando la ropa. Toda imagen despareció de mi vista. No sé si bajé los párpados o si simplemente me quedé ciega mientras respiraba el perfume de su camisa limpia y sentía en mi cabeza el roce de su mentón afeitado.

Es en esos momentos cuando comprendo por qué no puedo ser débil: porque soy extremista. La debilidad me posee y me eleva a un lugar del cual no puedo regresar ilesa. La debilidad es una droga que me desinhibe y me domina: cada vez que la pruebo quiero más. Por eso no me la permito.

Alguien dijo su nombre y rompió el hechizo. Nos separamos y fue como si me dejara sola y desnuda en la orilla del precipicio, sin lugar donde apoyarme, sin sentir mis propias piernas ni avistar un horizonte que sirviera de guía para seguir adelante. Puso sus manos en mis mejillas. Creo que dijo “gracias”. Al menos eso leí en sus labios. Un balde de nostalgia helada me cayó encima. Nostalgia de lo que nunca seré, añoranza de aquello que no voy a poseer nunca. Puso su beso en mi boca entreabierta; un beso que quedó encerrado entre esas manos capaces de mover montañas. Un beso que, seguramente, todos vieron porque terminó con su nariz refregándose en la mía.

Fue hacia donde lo llamaban y busqué apoyarme nuevamente en mi silla. Y aunque tomé asiento con suavidad, caí en una especie de desmayo pre mortal, como si acabara de ser envenenada. Agónica y desolada enfrente del plato que Ernesto llenó con carne recién sacada de la parrilla. Tenía ganas de encender un cigarrillo y fumarlo de una sola bocanada. Pero agarré los cubiertos dispuesta a comer, sabiendo que sería imposible masticar ese beso con un trozo de carne, tragarlo, digerirlo y después olvidarlo. Segura de que lo tendría por siempre apretado entre los dientes como si fuera el último bocado de la última cena, otro peldaño en el que la debilidad me detendría cuando me toque en suerte subir la escalera de la gloria que nunca tendré. Y que nunca me permitiré confesar a nadie.

Ahuyenté la confusión con un suspiro profundo y un trago de vino. Me mentí a mí misma diciéndome que la felicidad es para los mediocres, y que a los demás nos queda la aspiración eterna de lo que sabemos imposible. Alcé la vista y me encontré con los ojos de María. La María de siempre, la que parece saberlo y comprenderlo todo, y se lo calla. Me sonrió con ternura, como si no importara que del otro lado de la tranquera hubiera una guerra. Y yo quise creer que no importaba. Le creí con cada parte de mi cuerpo y de mi alma. Giré la cabeza y descubrí que Darío estaba a mi lado, comiendo y mirándome embobado. Solté los cubiertos y busqué un cigarrillo en la cartera. Fingí no encontrar el encendedor y eso fue suficiente: Darío sacó el suyo del bolsillo y lo encendió ante mí. “Gracias por tanto fuego”, le dije observándolo por encima del hombro. Captó el juego de inmediato y respondió en un susurro “si me dejaras, te incendio”. Me sentí fuerte otra vez.

Isabel Ali.

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