Zazú

Zazú

Zazú tiene los ojos amarillos. Castaños, dice mi madre. Pero no, son amarillos. Nadie los tiene así, sólo Zazú, y son tan alegres porque son de sol. Por las tardes los rayos entran por las rendijitas de la persiana y algunos le alcanzan y entonces parece que Zazú es la luz y que son sus ojos los que iluminan el cuarto y sale la claridad a la calle para que no se haga de noche.

A él no se lo he dicho, no lo haré, porque ni siquiera sabe quién es Zazú, ni le importa, y cuando algo le molesta bufa, o grita, y si se enfada, golpea y rompe cosas. Yo me escondo. Si ya he cenado, que mamá por eso me hace bañar muy pronto, me quedo muy quieta en la cama, me tapo la cabeza para no oír y llamo muchas veces: Zazú…. Zazú… Zazú… No puede contestarme, pero lo he mirado tanto que sé que sigue sonriendo en la oscuridad.

Zazú sonríe siempre. Porque es como una foto, dice mi madre, y le han sacado así. Pero no. Es un cuadro pintado y para hacérselo ha tenido que estar mucho tiempo así y está acostumbrado, por eso Zazú es agradable y bueno. Le miro mucho, si me despierto temprano y enciendo la lámpara para no estar sola, coloco la almohada a los pies de la cama, y me abrigo con el edredón, y así puedo fijarme bien en su cara.

Algunas veces mamá sonríe un poco, si estamos solas, y entonces se me pone algo en el estómago, como cuando he comido helado, y aunque quisiera reírme mucho y decirle cuánto me gusta que esté contenta, no lo hago, porque sus ojos son oscuros y cuando brillan es porque van a escapársele unas lágrimas. Sólo Zazú tiene los ojos amarillos.

Zazú es alto, muy alto, muy alto, tanto que su cabeza llega a las nubes de muchos colores suavecitos que bordean el cuadro: rosas, verdes y dorados sobre el blanco azulado del cielo. Su pelo también es de muchos colores. Si me acerco veo diferentes marrones, amarillos, algunas hebras casi blancas y otras casi negras. Zazú tiene el pelo muy largo, casi como yo. Vi una vez a un chico que lo llevaba así, en la calle, no podía dejar de mirarlo y se lo dije a mamá, cuánto me gustaba, como Zazú. Y entonces él empezó a vociferar en contra de los melenudos y contra todo, y dijo cosas horribles, de ellos y de mamá y de mí; se enfada y dice que soy como mi madre. Él siempre dice palabras espantosas, y lo peor es que grita, pero cuando más miedo me da es cuando junta los labios y empieza a amenazar entre dientes y mira de lado, con los ojos entrecerrados.

— ¿Por qué no le gusta Zazú, mamá?

— No es eso. Tú qué sabes…

— Sí lo sé. No lo quiere porque lleva melena. Y porque me gusta a mí. ¿A ti te gusta, mami?

— Si te estuvieras calladita… ¿Quién te mandó señalar a aquel chico, eh?

— Se parecía a Zazú…

— Pues te callas.

— Pero… ¿por qué se enfada así?

— Déjame en paz. Si no fueras tú… si no fueras tú…

Entonces me voy a mi cama, y le pregunto a Zazú. No me contesta, porque es una imagen, dice mi madre, y no es él de verdad. Pero me mira con sus ojos de caramelo y no deja de sonreír y hace que me sienta bien, aunque él no me quiera y por mi culpa llore mamá.

Zazú tiene la piel tan blanca, tan blanca, que si los mechones no le rodearan la cara parecería hecho de nube. Si me pongo de pie sobre las almohadas casi alcanzo a tocarlo. Una vez saqué todas las mantas, las doblé y me subí a la montaña, sin soltarme del cabecero con una mano, para no caerme, y toqué su mejilla. Estaba fría y aunque yo soy muy rubia, mi piel era mucho más tostada que la suya.

— Está pálido, mami.

— ¡Qué ocurrencia! ¡Podrías haberte matado! ¡Que sea la última vez! ¿Me oyes? ¡La última vez! Y ahora tengo que hacer toda la cama, levantar el colchón…

— Está pálido, pero me gusta mucho. Tiene cara de bueno. ¿Verdad que la tiene, mamá?

— ¡Qué obsesión, con el dichoso cuadro! ¡Si no fuera un recuerdo de la abuela lo tiraba a la basura!

— ¡Es mío! ¡No lo tires! ¡No puedes quitarme a Zazú!

— Habla bien, que ya tienes casi seis años. ¿Hasta cuándo vas a seguir con eso del za-za-za? ¡Deja de llorar, anda, que no lo quito! Con el cariño que la pobre le tenía a ese Jesús… y que también es bonita, la imagen…

Mamá se enfada enseguida porque siempre está triste. Si él no está en casa hablamos, las dos más tranquilas pero al llegar la noche todo se estropea y al sentir la llave en la cerradura mamá se pone muy nerviosa y a mi me da un vuelco el corazón. No quiero verle, no quiero que venga, sobre todo desde que me obliga a acercarme para que le de un beso, total, si no me soporta… me atraganto con el cacao y de un salto me acurruco en la cama. Mamá me ayuda a desaparecer de la cocina. No enciendo la luz porque no quiero que sepa dónde estoy y el miedo es más fuerte que las ganas de ver a Zazú.

A veces mamá se maquilla un poco, para salir, porque no quiere que las vecinas ni las otras madres del colegio le vean las manchas de la cara, rojas, moradas, verdosas, pero en cuanto llega a casa se lava la cara, porque si él la encuentra así le pega más. Yo sé dónde esconde el frasquito de la crema, pero me callo, porque muchas veces los líos empiezan si yo digo algo que no debo. Los colores de los golpes de mi madre son como los de las nubes del cuadro, un poco más oscuros, pero allí quedan bonitos y a ella la afean mucho. Además, le da vergüenza. Algunas de las mamás de mis amigas van siempre maquilladas, así que su padre debe ser peor que el mío. Las otras niñas no tienen a Zazú, ni siquiera saben quién es. Sólo una vez se lo dije a Miriam, como un secreto, pero no me hizo caso. No hablo con nadie de Zazú.

Él no se parece a Zazú, es casi más bajo que mi madre, tiene la cara gorda y muchas veces hinchada y roja, y la boca tan fina que da miedo. Y el pelo tan corto, tan corto… como si no tuviera. Zazú tiene los labios muy bien dibujados. Me gustaría tanto que pudiera moverse y me levantara en brazos… y me diera un beso, como hace el papá de Neli en la puerta del colegio. Ese papá es distinto, seguro que la madre de Neli no necesita pintarse. A Neli le gusta que su padre le haga mimos, ella se abraza a su cuello contenta, y los dos sonríen. A veces él me pilla desprevenida y tengo que acercarme, se me pone una piedra en la garganta. No sé para qué me obliga a ir, si no le gusta y se agacha de mal humor. Es un beso horrible el que tengo que darle, con ganas de salir a carreras.

Si Zazú pudiera hacer como el papá de Neli yo le abrazaría y le besaría muy contenta, porque aunque su cara estuviese fría como en el cuadro, su sonrisa se haría más grande, y a Zazú sí que le gustaría tenerme en brazos. Su pelo me haría cosquillas…

— Le han puesto la boca un poco grande… y la nariz también…

— No es verdad. A mi me gusta. Y no se lo ha puesto nadie. Zazú es así.

Los muebles de mi cuarto son feos. Eran de la abuela y son tan viejos como era ella, tanto que se ha muerto hace mucho. La madera es muy oscura y toda tallada de hojas y cosas redondas que parecen flores, que si me apoyo, se me clavan en la espalda, pero no digo nada, que si me los cambian, a lo mejor, se llevan a Zazú porque el marco del cuadro es igual que el del espejo. Mi madre cuenta que fue un capricho de la abuela, que le salió bastante caro el encargo, pero que ella era así. El espejo llega casi al suelo, sobre una cómoda que tiene forma de barco, con la luna en el medio, encima de una puertecita donde mi madre guarda mis zapatos, cada par en su caja. Me miro en él y me quedo quieta, como si yo también fuera un retrato. Me ladeo un poco y en mi cuadro se refleja el de Zazú, y entonces estamos los dos juntos, allí adentro, y yo alargo las manos como él, pero aunque estemos en el espejo, es imposible llegar a juntarnos. Me quedo un ratito quieta, por ver si con el tiempo… pero ya comprobé que es imposible.

Zazú tiene unos brazos largos, largos… y fuertes, extendidos, con las manos abiertas. Los dedos sonríen también. Son finos, blancos, largos… se parecen a las manos de mamá y cuando vamos por la acera al colegio, cierro los ojos algunos trechos y me imagino que es Zazú quien me lleva. Él tiene los dedos cortos, las manos cuadradas, que hacen daño. Las manos de Zazú seguro que saben hacer caricias. Me imagino que se cansará de no cambiar de postura, pero como es tan fuerte… Mi madre diría que es porque es sólo una foto, un cuadro.

La madre de Patricia, al salir del cole, la abraza y la mira cariñosa, vuelve a abrazarla, le sujeta algún ricito en el pasador que se había escapado…, y la de Pilarín también. A mi madre no le gusta eso, dice que las estropean, pero a mí sí. Ya sé que sólo el papá de Neli da cariños, pero las mamás son otra cosa. No quiero que él se me acerque, pero me apetece mucho que mi madre me quiera, como a las otras. Ella sólo me busca con la vista, entre todas las niñas que salimos, me coge de la mano y nos vamos a casa.

Los domingos son horribles. Desde el balcón del comedor, por las mañanas, veo a algunos niños que juegan en el parque mientras sus padres pasean. Mi madre se encierra en la cocina y él se va al garaje a entretenerse con su coche y sus herramientas. Si manoseo el cristal, después mamá se enfada, pero es difícil quedarse quieta sin que el aliento dibuje nubes, y no siempre se evaporan solas sin dejar manchitas. Un día bajé al patio. Desde la verja veía más cerca el parque al que nunca puedo cruzar, porque soy pequeña para ir sola y ellos no van nunca. Él me castigó de rodillas en la acera porque no le oí llamarme. Los cuadraditos de las baldosas se clavan en las rodillas, además por el otro lado de la calle pasaba gente y me daba vergüenza. No he vuelto a salir y no lo haré, aunque haga sol. Por la tarde, tengo que ponerme el vestido nuevo. Es amarillo, con un borde de gasa plisada alrededor y una cinta preciosa con un lazo a la espalda. Como hace frío, me obligan a llevar ese abrigo de puntitos marrones que pica y además me hace daño, porque dice mamá que tiene la sisa mal cortada, pero yo no le veo nada roto.

El que es estupendo es el vestido de Zazú. Es una túnica blanca, muy fina, que seguro que no molesta en ningún sitio. Yo quiero uno igual, pero ahora no hay de esos. Se lo dije a mi madre una vez y no me hizo caso, voy a dejar de hablarle de Zazú, porque me dice que es una tontería y que ya está bien. Me voy a mi cuarto y le miro, le llamo… a veces tengo la impresión de que amplía un poco su sonrisa para mí. He descubierto que el espejo de la cómoda puede ladearse mucho más, tiene un palo por detrás que lo sostiene. Entonces Zazú ocupa el centro y yo me coloco entre la cama y el espejo, me siento en la alfombra para no taparle del todo, me quedo allí, al alcance de sus manos abiertas y cierro los ojos y espero a que pueda moverse y acogerme.

A veces discuten antes de salir, y ya la tarde del domingo se amarga desde el principio. Otras veces salimos sin hablar mucho, sobre las seis. Me cogen uno de cada mano, yo me acerco a mi madre. Damos un paseo, para que la gente nos vea, dice ella después mientras me pone el pijama. Alguna vez nos vamos en el coche, más lejos, y cenamos fuera, pero no me gusta la comida de los restaurantes, siempre hay cosas verdes en la salsa y no puedo decirlo. A la vuelta, él se enfada, incluso a veces para el coche en algún sitio retirado y grita. No me atrevo a moverme en el asiento de atrás. Mi madre se aparta como puede, intenta esconder la cara para que no se le queden marcas más que en los brazos, porque con las mangas largas no se ven.

Se lo he contado a Zazú, y me parece que ahora sus ojos amarillos me miran con preocupación. Tengo mucho miedo. Lo descubrí yo. Había dejado abierto el portón de la cochera, y le vi cavando, había roto muchas baldosas. Se lo dije a mi madre y ella llamó a la otra abuela, la que vive sola en la casa del pueblo y que es la madre de él. No la veo mucho, porque no viene a visitarnos y nosotros vamos muy poco. Mamá no lloró, pero le temblaba la voz y el teléfono en la mano. Cuando él subió a cenar, le dijo que yo estaba mala, me callé que era mentira, y que por eso iba a dormir conmigo hasta que me bajara la fiebre. En la puerta de mi cuarto hay un pequeño pestillo y ella lo corrió antes de acostarse a mi lado. Cerré los ojos muy fuerte y llamé muchas veces… Zazú… Zazú… Zazú… Soñé que encontraba a mi madre muerta en las escaleras.

El pozo de la cochera, dice él que es para poder cambiarle el aceite al coche sin llevarlo al taller. Vino la abuela Dora y habló con ellos. Me trajo un cestito lleno de unos bombones muy raros, envueltos como si fuesen caramelos pero de chocolate. Mi madre está enferma. Desde lo del pozo se le caen las cosas, mira más triste. Me escondo de ella porque en cuanto me ve, llora y empieza con eso de que si no fuera por mi… No sé que quiere que yo haga, sé que tengo la culpa de muchas cosas, pero no sé porqué.

Se levantó de la mesa como una furia, ella se encogió entre la nevera y la puerta, él chillaba mucho y la amenazaba con el cuchillo grande en el vientre. Yo me acurruqué bajo la ventana, cada vez con más miedo. No pude evitarlo, empecé a gritar y entonces él me miró, dejó a mi madre y se me acercó despacio, cada paso que daba me aumentaba la congoja y aullaba más fuerte. Ella también se lanzó a mí, “déjala, deja a la niña, déjala”. No podía callarme, nunca creí que tuviera tanta fuerza en mi garganta. Él no soltaba el cuchillo y me dijo que ya hablaría conmigo, que me explicaría… Le escupí entre alaridos que no. No quiero. Tú nada tienes que decirme. No quiero. Vete… vete… no quiero… Me golpeó.

Fue apenas un instante de pánico, sin dolor.

Zazú se mueve… ¡puede caminar! Su túnica blanca y majestuosa se ondula en el aire a su paso. ¡Sus brazos no se están quietos, se me acercan! Ya no sonríe porque todo su rostro es risa alegre y su pelo acaricia sus mejillas cuando se inclina hacia mí y sus ojos son estrellas amarillas que me iluminan.

Zazú cambió el terror por dulzura y cuando su mano tomó la mía supe que mamá tenía razón, que el cuadro sólo era un cuadro frío, y Zazú, el de verdad, tiene la piel tan suave y cálida que todo, excepto La Luz, dejó de importar.

Eva Barro.

Primer premio en el X Concurso Literario Ciudad de Sant Andreu de la Barca (Barcelona) – 2009.

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