LA MUERTE EN SOLEDAD.
“Nuestra muerte ilumina nuestra vida.
Si nuestra muerte carece de sentido,
tampoco lo tuvo nuestra vida.”
Octavio Paz: El laberinto de la soledad.
“Todos Santos, Día de Muertos”, es el tercer ensayo de El laberinto de la soledad de Octavio Paz, en el cual el autor hace una reflexión sobre la filosofía de la muerte entre los mexicanos.
En el contexto general de El laberinto de la soledad, este ensayo también es una parte de la búsqueda de la identidad del mexicano justo a la mitad del siglo XX, motivo por el cual escribe generalizando, como si así pensara o se comportara la totalidad del pueblo: “el solitario mexicano”, “el mexicano se abre al exterior”, “el mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo”; este tipo de expresiones se suceden durante todo el ensayo, hasta su fin: “el mexicano se cierra al mundo”, en un estereotipo forjado por Paz en su soledad y desengaño.
Cada hombre es producto de su sociedad y de su tiempo, o como lo especifica Erich Fromm, “yo creo que nosotros somos lo que debemos ser en conformidad con las necesidades de la sociedad en que vivimos”, así Octavio Paz, nacido durante los turbulentos años de la Revolución Mexicana (1914). Su abuelo Ireneo Paz, fue un liberal; su padre revolucionario en el ejército de Emiliano Zapata. Octavio se unió a las ideas anarquistas en su juventud, seguidor de las ideas socialistas, cimentó su cosmovisión materialista fortalecida con sus amigos comunistas, socialistas y anarquistas, en el ambiente del gobierno de Lázaro Cárdenas y la Guerra Civil Española.
En 1950, cuando vivía en París, escribió El laberinto de la soledad, para entonces ya había sufrido el desengaño de los conflictos entre los socialistas con Stalin en España y su estancia en los Estados Unidos de América. Cabe recordar que ese materialismo, independientemente si era de izquierda o de derecha, llevó a mucha gente en todo el mundo al existencialismo durante la primera mitad del siglo XX, consecuencia de las atrocidades causadas por las dos guerras mundiales y otros conflictos armados, incluyendo a México.
Paz señala que “la muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida”, dando a entender que cuanto se haga en la vida es intrascendente, sin sentido alguno, y con justa razón agrega que “nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida.” Este sentimiento se refleja también en la canción “Camino de Guanajuato” que en 1953 escribió José Alfredo Jiménez: “No vale nada la vida / La vida no vale nada / Comienza siempre llorando / Y así llorando se acaba / Por eso es que en este mundo / La vida no vale nada”, porque cuando la vida careció de sentido, tampoco la tuvo la vida.
En un análisis del pasado, indica que “para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito”, haciendo alusión a la cosmovisión de los pueblos indígenas, como un destino colectivo.
Su visión del cristianismo lo lleva a pensar en un individualismo: “el advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica (…) Para los cristianos, el individuo es lo que cuenta” proyectando así una visión parcial que escinde falazmente a la persona de la sociedad que no corresponde a la realidad del cristianismo, pues si bien es cierto que la salvación del alma humana es algo individual, se realiza dentro de la comunidad, de la iglesia, pues lleva implícita el cumplimiento del mandamiento de amar a Dios y al prójimo.
Pero a final de cuentas, ambas concepciones filosóficas, “en ambos sistemas vida y muerte carecen de autonomía; son las dos caras de una misma realidad. Toda su significación proviene de otros valores, que las rigen. Son referencias a realidades invisibles”.
Pero a su vez, en su forma concepción filosófica, “la muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural”. Al no haber vida después de la vida, nada más allá de la muerte, la vida pierde su trascendencia y con ello su sentido. Se deduce entonces la indiferencia y el desprecio por la muerte, reflejado fundamentalmente en las “calaveras”, los chistes y otras expresiones de los mexicanos, especialmente durante la festividad del Día de Muertos, aunque esto, para Paz, “no está reñido con el culto que le rendimos”.
Esta filosofía de la vida que Paz coloca en el pasado, en realidad estaba vigente en su época en un núcleo muy importante de la población mexicana, los que, pese a la propaganda oficial del cardenismo, jamás adoptaron el socialismo; los que, pese a los embates del capitalismo, jamás hicieron propio el materialismo liberal.
Vienen a mi mente los relatos de mi abuelita, mestiza de ascendencia maya (recordando sus vivencias del México que vivió Octavio Paz, entre 1930 y 1950), cuando el comedor de la casa se convertía en el altar de muertos, con la mesa repleta de platos con chilmol, tamales, salbutes y panuchos, aguas de frutas y diversos postres, además de la veladoras y otros adornos. Siempre refería que el 2 de noviembre las almas de los muertos de la familia regresaban para comer los alimentos que tanto les gustaban, y por eso nos estaba prohibido tocarlos antes de que ellos llegaran, por lo que contaba la historia de cómo los espíritus castigaron a un primo glotón que desobedeció este mandato, lo tiraron al suelo y le hicieron vomitar cuanto había comido. En el rezo del Rosario de ese día, siempre imploraba por el eterno descanso de su esposo, sus hermanos, hijos y nietos que se habían adelantado en el camino.
Mi madre remite sus recuerdos de la infancia a partir de 1935, en el ambiente de la educación socialista de Cárdenas. Esto lo pude palpar también en los padres de mis amigos de la infancia, en las costumbres que tenían de ir al panteón el Día de Muertos y de poner los altares en sus casas.
En la década de 1960, mis maestros de primaria, los periódicos y revistas, me dieron a conocer las costumbres de los pueblos indígenas, relacionadas con el culto a los muertos, mismas que siguen practicando hoy, en el sincretismo propio de la fusión religiosa y cultural de los purépechas, otomíes, mayas, zapotecas, mixtecas y todos los grupos étnicos, cada uno con su particularidades, con el cristianismo, con sus ofrendas, rituales y comidas, como símbolos externos de sus credos religiosos. Todas ellas teniendo como pivote la trascendencia de la vida.
En el ensayo “Todos Santos, Día de Muertos”, Paz comete el error de querer medir a toda la sociedad mexicana bajo un solo rasero. En una nación pluricultural, pluriétnica, no es conveniente hacer este tipo de generalizaciones, pues fácilmente se cae en errores al no contemplar la gran variedad de cosmovisiones.
México tiene mucho de lo que señala Paz, representado en todas aquellas personas que siguen filosofías materialistas, donde el mayor valor de la persona está en la razón, pero todo acaba con la muerte, porque no puede trascender más allá de las leyes naturales y la muerte es el final de todo; pero al mismo tiempo subsiste el mundo de los teístas en cualquiera de sus manifestaciones, que tienen en común la trascendencia de la vida, y en esto tenía razón Paz, pues es precisamente ese espíritu trascendente el que le da sentido especial a la vida de los mexicanos que comparten estas creencias, mas para los que no lo ven así, termina en la soledad del vacío existencial, y para ellos “la vida no vale nada” si todo acaba con la muerte y la muerte es la nada.
Han transcurrido setenta años desde El laberinto de la soledad, el siglo cambió al igual que las circunstancias, ahora la globalización amenaza estandarizar toda la vida del ser humano, oleadas de migrantes se desplazan de un lado a otro frente a la indiferencia de muchos y la xenofobia de los poderosos, el hambre continúa en muchos países, la destrucción del orden natural por el ecocidio. Signos adversos de nuestro tiempo generadores de un nuevo existencialismo entre los jóvenes que se declaran ateos, para quienes la vida no ofrece mayores incentivos que los que tenía Paz, donde la muerte marca el fin del camino y por eso no encuentran sentido a sus vidas, y más aún en medio de la incertidumbre de la pandemia del coronavirus que trastocó el discurrir cotidiano, con el encierro y un mayor aislamiento de las personas.
Junto a esas personas que no creen en la trascendencia de la vida, coexisten aquellos que tienen fe en la vida eterna o la vida después de la muerte, de una u otra manera, de acuerdo con las enseñanzas de sus padres y abuelos, pero este año no podrán acudir a los panteones para rendir el homenaje de respeto y amor a sus antepasados, lo que habrán de realizar desde el retiro íntimo de sus hogares.
Son dos Méxicos que conviven en el mismo territorio, en el mismo tiempo, dos cosmovisiones de una misma realidad que siguen vivas.
Phillip H. Brubeck G.
Noviembre de 2020.