LA TIERRA LLORA RAÍCES.
No fui educada para ser mala persona: hacer que los demás tengan problemas por malentendidos y que el diablo disfrute de eso, no es lo mío.
Acosada por la crueldad del tiempo, los minutos son dagas que se entierran en mis neuronas, hacen que el fuego abrase las imágenes del ayer. Abismo de inmundicia rodea mi cuerpo como mi piel y traga mi aliento como vientre abierto con las entrañas en la tierra.
La ceguera me grita traer luz a mis ojos. He perdido la esperanza como ave sin alas. Mi sangre esparcida en el suelo inunda los paisajes enfermos que fenecen a causa de la contaminación, así como mis sueños que trasmutan la pesadilla que despoja la respiración.
Las horas retroceden el instante que tus uñas arraigan la piel que reviste mi cráneo. Un mechón yace como tapiz magullado.
¿Es poco el aire que queda para el día que se avecina? El humo y la niebla son parte del grito que perfora la carne y la desuella desnudando el alma en la incertidumbre. Todo está mal. Apesta a muerte.
Me lacera reconocer la misoginia de la que soy víctima. Hay algo que no me deja advertir al mundo de su protervia. Los huesos que sonríen son níveos por fuera y negros por dentro. Siento que mi historia concluye sumergida en el silencio de la putrefacción.
Por supuesto que no me considero alguien feliz. Mis primeros años de vida alcancé a respirar un fragmento de aire puro y el resto, tuve que sacudir con el tiempo el fango que se aferró a mi cuerpo. No fue fácil vivir batida en la basura.
¿Por qué el mal posee fuerza y sus pasos son firmes? ¿Por qué el bien tropieza y cae en la furia del mar sin saber flotar? La hora de terminar con esta agonía decide golpear los muros hasta que se derrumben. El polvo elogia el arribo de la muerte.
Lamento que mi cuerpo haya perdido impulso para resurgir. Las palabras hieren más que el filo de una daga. Las entrañas esparcidas en el suelo no duelen más que cuando mutilan el alma.
Y me pregunto una y otra vez:
¿Quién decidió que el mal escribiera cada renglón de mis días? Siento que mi rumbo es inexplicable como el de mi madre tierra. Las raíces lloran y se aferran a utopías que desencadenan dolor.
La tarde que decidiste exhibir el demonio que reside en ti, inunda de sangre mis manos. Y es, justamente, en ese instante que me pregunto: ¿dónde está Dios?
Y la respuesta viene a mí cuando el silencio, la soledad, el aire escaso y la oscuridad hacen que no se manifieste: nunca vendrá.
Desafortunadamente, vivir con el alma lacerada desde la infancia, es tratar de caminar con la mirada al frente, sin apretar los dientes, sin lágrimas y sin oscilar.
Mi alma moribunda intentó sanarse con un ángel cuyo interior, guardaba un demonio. Es fácil que su engaño lo trasmute como mi nodriza y me alimente con el arsénico que destila su lengua.
Intento desaparecer la efigie que magulla mi existencia.
Las letras que cincelé en el viento fue con tinta infalible que emite el grito de la esperanza. La luz no se ha extinguido. La justicia es la raíz que da vida a los desamparados.
La tierra llora raíces para renacer en la quimera del edén.
No habrá más piel con sangre seca, uñas desgarradas y cabellos intrincados en la habitación, ni tímpanos inflamados. Las manos ya no sudaran el frío que asfixia la carne y somete las venas.
Tal vez, acepte el contexto de alcanzar el sosiego con la muerte de la mano o el delirio como aliado. Las pesadillas que atormentan cada segundo incitan a preferir la primera idea.
El amanecer se opone a llegar. Son las seis de la mañana y el sol ha tomado otro sendero. Los minutos avanzan y el día se ha extraviado… ¿Para quién florecerá el alba? Estoy esperando ver la luz del sol, pero este se niega a salir. La penumbra es la única que me acompaña. El silencio acapara mi alrededor.
He perdido la sensibilidad de mis pasos. Ignoro si estoy caminando o solo creo que lo estoy haciendo. Es como un sueño de esos que no se pueden describir. Las oraciones ya no me sirven. Son un montón de palabras que recito y que solo me quitan el aliento.
Los párpados permanecen cerrados por más tiempo. Solo logran abrirse por unos segundos. No hay más que ver. El frío endurece mi carne. La tierra se bebe mi sangre.
En el fondo de la habitación, una sombra se aleja cerrando de golpe la puerta y con ella, la página que yace en mi pecho sediento del verso prometido que nunca otorgó el respiro, ni tampoco fue capaz de terminar el llanto que hoy, devasta mi tierra.
Lucero Mercado.