El poeta
Él tenía su propia burbuja dentro de un mundo sin aire, un mundo sin oxígeno.
Un cielo difuminado cubría su cabeza coronándolo de fantasías y unas paredes infinitas, como muros elevadas por el mismísimo Dédalo, acababan justo donde empezaban sus sueños.
Llenaba su soledad y sus silencios con música de otro tiempo que turbaba su corazón y que le invitaba a buscarse entre sus recuerdos, entre sus sueños, a ser él mismo.
En su pecho, siempre un aroma que no identificaba pero que le resultaba muy familiar, como de hace siglos en una niñez que no recuerda.
Amaba tanto, amaba tantas cosas, que la empatía le mataba. Sentía dolor en el alma, un dolor que se alojaba bajo sus costillas y que no desahogaba.
Le embargaban, a medias, dolor y ternura, amor y rabia. Fuego, velas encendidas en la frialdad oscura de la noche, olor a madera, a baja mar llorando sobre las rocas de glauco vestidas, una escuadra de aves migratorias cantando su paso, una fuente dejándose la caer para volver a nacer, un río que furioso corre, el latir de un reloj al fondo de la habitación, olor a café, a leña quemada o a anís…eran sólo cosas que le excitaban.
Guardó tanto durante tanto tiempo, esperó tanto que el tiempo, de él enamorado, le pasó de largo.
Ahora es poeta, o eso dicen al menos. Sus poesías son gritos de un alma, de por vida, herida. Siente, padece y ama con cada palabra, amante de lo que hace, no pierde tiempo en pensar porque sólo escribe lo que siente.
Vendería su alma por eludir el sueño, por vivir de noche, dónde está la magia que necesita, pero su sangre, propia de un dragón, necesita el sol.
Sufre, pues así, está dulce condena, en la que su alma tira de sus fuerzas en las puestas y su sangre de sol se alimenta.
Dejará, literalmente, su vida en sus letras…
José Manuel Fernández Barello