SI ALGÚN DÍA TU CORAZÓN ESTÁ TRISTE
Desde la mañana un domo gris se encasquetó de un extremo al otro del horizonte, le robó la luminosidad a mi vida con el peso de una loza de concreto. Me sentí abrumado por la tristeza ante tal limitación durante todo el día.
Ya era tarde, una lluvia fina no dejaba de caer, como los recuerdos amargos de un dulce anhelo jamás alcanzado por las vicisitudes de la vida. Rondaban en espirales concéntricas en torno al eje de mi ser. No había violencia, pero tampoco paz. Simplemente evitaban el paso a la armonía, a la tranquilidad. Cerré lo ojos, el tintinear del agua en la ventana de la recámara hacía patente en cada instante el ruido de los problemas en mi cerebro. Solo, aislado.
El cansancio dominó la situación, el sueño sometió la sensación del tiempo; aunque a ratos abría los oídos para constatar que afuera seguía la lluvia, y así hasta que el amanecer me obligó a abrir los ojos. Sí, me obligó, por la inquietud del día anterior, ya no pude permanecer dormido.
En la oscuridad abandoné la cama, sigiloso para no despertar a mi esposa. Ya en la cocina, mientras tomaba un vaso de agua, de pronto, en la pared brillaron las palabras de Alejandro Dumas: “Es permitido estar triste, pero a condición de no contagiar a los otros con la propia tristeza”. Sí, me dije, tiene razón, al tiempo que sentía la necesidad de seguir oprimido por ese pesar, como que no quería dejarlo a un lado, para seguir condoliéndome.
En esa atonía del alma no recuerdo lo que hice durante ese lapso sin tiempo, hasta que al fin, por la ventana penetró la claridad del nuevo día. Seguía nublado, igual que el día anterior, dejó atrás la oscuridad total de la noche junto con la lluvia. La calle estaba alfombrada con las florecillas rosas de la atmosférica. Escondidos entre el verde y el rosa de sus ramas, se escucharon los trinos de los jilgueros y a lo lejos el tamborileo de un pájaro carpintero.
Lee de nuevo, me dijo Gadamer, pero no percibas nada más las letras, entiende el sentido de lo que realmente dicen. No sé dónde quería que leyera, no había ningún texto a la vista.
Con el cerebro obnubilado, sin pensamiento alguno, salí a la calle, permanecí estático como un poste de concreto. No sé cómo sucedió, en una pantalla al interior de mis ojos se proyectó un nuevo enunciado:
“Si algún día tu corazón está triste, piensa en algo bello que te haya llamado la atención, y verás cómo regresa la alegría a él.”
“Patrañas, simple frase de manual de autosuperación”, pensé mientras mis labios se estiraron en una mueca de ironía mezclada con un poco de resignación.
Por el desagüe de la azotea caían unas gotas de agua que no había terminado de drenar, dentro de ellas estaban encapsuladas las palabras que acababa de leer, bajaban de los ojos al corazón porque estaba cerrada la puerta de la razón. La sangre las llevó al cerebro, con su flujo activaron los mecanismos inconscientes del recuerdo. En un principio las imágenes eran aisladas, simples, inconexas, parpadeantes en fracciones de segundos, imposible fijar la atención en alguna de ellas.
–¡Buen día! –saludó un vecino madrugador. Mecánicamente, con el impulso de la buena educación le devolví el saludo. Él siguió ágil su camino, yo permanecí en la misma situación.
No pasaron más personas ni vehículos. El tamborileo del carpintero me hizo seguir el sonido a un poste de teléfono. Desde un árbol se escuchó el flautín del cardenal. Más allá los trinos de los jilgueros, y el rítmico arrullo de las tórtolas, ejecutando la sinfonía del amanecer de la naturaleza.
La abulia con la que había amanecido se esfumó sin darme cuenta. Despacio entreabrieron la puerta los recuerdos, se fueron introduciendo de puntillas. La mirada dulce se asomó con su chispa dorada, con la inocencia del amor juvenil, prometedora de todo aquello que vendría después, tranquila, segura. Las comisuras de sus ojos expresaron el paso del tiempo, pero el brillo mantenía la misma ternura de su amor.
En un charco de la calle se reflejó aquella tarde, recién había cesado la lluvia, abrazados caminábamos gozando ese momento, no había palabras ni pensamientos profundos, todo tan sencillo como la vida, en movimiento sin preocuparnos por el destino.
Una tarde fuimos con los niños al parque, los cuatro jugábamos persiguiéndonos unos a otros, lo importante era no dejarnos atrapar, pero cuando los pequeños lograban abrazar nuestras piernas rompían en grito de júbilo, y cuando mi esposa los sorprendía con un abrazo, les hacía cosquillas para activar sus carcajadas. De pronto se desplomó la lluvia veraniega, la primera reacción que tuvimos fue protegernos bajo las ramas de un árbol, pero fue inútil, al poco tiempo ya estábamos empapados, por lo que la diversión continuó corriendo y saltando bajo la lluvia.
Brincando de un lado a otro en el tiempo las imágenes volvieron a sucederse, sin orden ni concierto, hasta que, como en la ruleta, se detuvieron en el templo, estábamos los cuatro frente al altar dando gracias a Dios por habernos permitido celebrar un aniversario más de nuestro matrimonio, sentía la paz interior, la alegría sosegada.
Pasó el tiempo, no sé si mucho o poco, los pensamientos no se miden con el reloj, simplemente transcurren dejando su huella en el alma.
Entonces me di cuenta que había comprendido lo que las palabras me decían, el cielo estaba totalmente despejado como mi nuevo estado de ánimo, y me repetí:
“Si algún día tu corazón está triste, piensa en algo bello que te haya llamado la atención, y verás cómo regresa la alegría a él.”
Phillip H. Brubeck G.