Cuento: La ancianita y sus hijos

Fidelidad

LA ANCIANITA Y SUS HIJOS.

Había una vez una ancianita de cabello blanco y rostro amable, siempre dispuesta a sonreír y dar palabras de aliento a todo ser vivo.

A las plantas alababa su belleza, su aroma, su color, su utilidad, aún las yerbas silvestres. Gozaba de sus flores humildes y sencillas, el verdor de su follaje que alegra los campos, las espigas que brillan al sol y alimentan a las aves.

Amaba toda la creación, admiraba la aurora tanto como el ocaso, las estrellas y la luna, el aire que mece las ramas de los árboles e inclina la yerba del campo como adorando a Dios. Le fascinaba contemplar las gotas de lluvia que caen en los charcos haciendo brotar burbujas que se rodean de círculos brillantes y desaparecen en las hojas de los árboles y arbustos, brillando como diamantes que de vez en vez caen sintiendo la vida mágica de la naturaleza. Ella sabía en verdad que siempre hay algo grandioso, maravilloso y mágico que se puede admirar cada día.

Así mismo, le agradaba la compañía de los animales que son sencillos y leales, que demuestran su afecto de manera simple y sincera.

Como vivía sola, le acompañaban tres perros de raza indefinida, a los que llamaba Rick, Sally y Tom el más pequeño. También tenía siete gatos: Mercurio y Venus eran los padres de los otros cinco, que quiso llamar como a los planetas del sistema solar. A una gatita blanca y graciosa que le correspondería el nombre de Tierra, le dijo:

– Tú no puedes llamarte Tierra, no suena bien para ti, eres demasiado blanca y brillante, así que mejor te llamaremos Luna. Tus hermanos son Marte, Júpiter, Saturno y Urano. A los chileritos no les pongo nombre porque son muchos y me confundo, pero a todos los amo por igual.

– Todos ustedes –continuó diciendo- son como mis hijos, todos son encantadores y me hacen feliz. No existe soledad para mí.

Así, la ancianita siempre platicaba con sus animalitos y había aprendido el lenguaje de ellos y los entendía.

Un día, Rick, el perro más grande le preguntó:

– ¿Nunca tuviste hijos de verdad?

– Sí -contestó la anciana- hace mucho tuve un hijo. Era bueno y cariñoso conmigo, pero un día necesitó ir a una ciudad más grande para estudiar, me escribía y a veces me visitaba. Cuando terminó de estudiar se quedó a trabajar en esa misma ciudad y podo a poco dejó de escribirme y visitarme, porque tenía mucho trabajo. Un día me escribió diciendo que se había casado, y desde entonces no he vuelto a saber de él. Además que tuve que cambiarme de casa… ¡Dios lo ha de bendecir! -exclamó la anciana con un suspiro y continuó- Mi  hijo tal vez me ha olvidado, pero ustedes son mis hijos ahora, los quiero y me acompañan haciéndome sentir contenta.

– ¿Y si tu hijo regresa nos abandonarás? -preguntó Sally.

– No, de ninguna manera, siempre estaré con ustedes.

– ¿No te ofendes si te decimos abuelita? -preguntó la inquieta Luna.

– No preciosa, siempre quise tener nietos y ustedes son maravillosos.

Un día la ancianita enfermó, hacía mucho frío y no podía salir a vender sus revistas. Pasaron algunos días sin que se aliviara, los alimentos se terminaron. Los gatos subían a la cama con ella para darle calor, mientras que los perros salían y frente a restaurantes y loncherías trabajaban, en sus patas traseras caminaban en fila, después saltaban uno sobre otro como si estuvieran jugando al burro y luego se tiraban al suelo y rodaban.

Por último, Rick con la bolsa que la anciana acostumbraba usar para llevar las revistas para vender, se acercaba a la gente curiosa que ponía en la bolsa algo de alimento y algunas pocas monedas. Los perros comían algo y dejaban lo mejor en la bolsa que llevaban para que la ancianita se alimentara; ella les agradecía acariciándolos mientras le decía:

– Mis hijos, mis buenos y hermosos hijos, ¡qué feliz soy con ustedes! Soy muy afortunada de que me acompañen, ¿qué sería de mí sin ustedes?

Como la anciana enfermaba más, los animales se reunieron a discutir el problema.

– Creo que debemos lleva a Abuelita con un doctor -dijo Saturno.

– ¿Pero cómo lo haremos? -replicó Urano.

– Ella no puede salir, hace frío y tiene fiebre.

– Será necesario que venga el doctor, pero no sé cómo podríamos hacernos entender por el doctor para que venga.

Pensaban y pensaban sin llegar a ningún acuerdo.

– Huummm… ¡Tengo una idea! – gritó Marte.

– ¿Cuál? -preguntaron todos ansiosos.

Marte explicó su plan.

– ¡Perfecto! -acordaron todos.

– ¡Hagámoslo de inmediato!

Al momento salieron los perros acompañados por Luna, en busca de un doctor. Llegaron al consultorio más cercano y esperaron a que llegara el doctor. En cuanto lo vieron bajar de su coche los perros empezaron a actuar como acostumbraban y Luna circulaba entre ellos y daba saltos, esto llamó la atención del médico que se detuvo a admirarlos. Por un momento dejó su maletín en el suelo para aplaudirles, lo que aprovechó Rick, de un salto llegó al maletín, lo tomó con su hocico y corrió. Sus compañeros lo siguieron corriendo también. El doctor sorprendido corrió tras los perros en busca de su maletín. Los perros de vez en cuando volteaban para ver si el doctor los seguía. Por momentos se detenían para asegurarse que no los perdiera de vista. El médico seguía corriendo casi sin aliento.

Por fin, cuando llegaron a la casa de la ancianita que permanecía en cama, Rick depositó el maletín sobre la cama de la anciana, mientras Sally, Tom y Luna permanecían jugando a la puerta de la casa para que el doctor los viera.

Al fin el médico llegó y entró a la casa. Estaba muy agitado por tanto correr, por lo que después de un momento que tomó para reponerse, se fijó que Rick con las patas sobre la cama ladraba y su maletín se encontraba junto a él. Al acercarse se dio cuenta que la ancianita estaba muy enferma, la examinó, la inyectó y la ancianita se reanimó.

– Señora, ¿dónde está su familia? -preguntó el doctor.- ¿Con quién vive?

– Vivo sola, con estos animalitos a los que quiero como si fueran mis hijos.

– Veo que son realmente buenos y que la quieren mucho. Ellos me han hecho venir hasta aquí para curarla.

– Gracias doctor, pero no tengo con qué pagarle.

– No tiene importancia, con gusto la atenderé. ¿No tiene a nadie a quien pueda avisar?

– Tengo un hijo, hace mucho que no sé de él.

– ¿Tiene su dirección?

– No sé, en ese cajón guardo la última carta que recibí de él.

– Veremos qué podemos hacer, por lo pronto seguiré visitándola y trayéndole los medicamentos necesarios hasta que se alivie.

El doctor escribió a la dirección que tenía el sobre y siguió visitando a la ancianita aún después de que se alivió.

Un día se presentó en la casa un muchacho, se acercó y dijo.

– ¡Abuelita, vine a verte! Tenía muchos deseos de conocerte.

– ¿Cómo te llamas? Nunca me dijo nada mi hijo sobre su familia, es una pena… ¿no crees? Siempre lo recuerdo con cariño. Solo siento no haberte conocido antes. ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Carlos. Papá me pidió que viniera a verte y a llevarte a vivir con nosotros.

– ¿Ir a vivir con ustedes? Prometí a mis hijos que no los abandonaría jamás.

– ¿Tus hijos abuelita? ¿Mi papá tiene hermanos?

– ¡Oh, no! Estos animalitos que ves aquí me han acompañado desde hace años, ellos se han convertido en mis hijos y nietos. Jamás los dejaría, a ellos les debo la vida.

– ¡No importa, abuelita! No tienes que alejarte de ellos. Yo te quiero mucho desde antes de conocerte, papá me dijo cosas maravillosas de ti, pero siempre está muy ocupado. De cualquier manera haré que papá acepte a tus simpáticos hijos. Tenemos una casa grande con bastante patio y jardín.

– Espera, tendré que pedir la opinión de mis hijos.

Venus dijo:

– Todos queremos a nuestra familia y considero que Abuelita debe reunirse con sus hijos verdaderos, ellos sabrán cuidarla mejor y nosotros nos aseguraremos acompañándola siempre.

– ¿De verdad desean venir todos?

– Por supuesto, todos te acompañaremos.

– Carlos, ¿cómo podemos ir todos?

-Traje la vagoneta de papá, creo que cabemos todos.

– Entonces, ¿qué esperamos?, tengo prisa por abrazar a mi hijo y conocer a tu mamá.

A la mañana siguiente, muy temprano por la mañana, salieron hacia su nuevo hogar. Los chileritos volando seguían la vagoneta. La ancianita sonreía feliz, sus ojos brillaban al pensar que volvería a ver a su querido hijo.

Al llegar, la abuelita miró asombrada la gran casa con su jardín cubierto de flores, atrás de la casa un gran patio con algunos árboles, nunca habían pensado en un lugar mejor para vivir.

– Papá, mira quién está aquí. Es abuelita y sus hijos.

– ¿Sus hijos?, solo veo gatos y perros.

– Sí papá, pero ella dice que son sus hijos.

– Mamá, perdóname, te abandoné hace mucho tiempo, estaba tan ocupado que solo pensé en lograr un buen hogar con todo lo necesario para mi familia; pero olvidé lo principal y me sustituiste por estos animales, quizás te dieron más cariño y compañía que yo, ¡perdóname!

– ¡Olvídalo! Nunca he dejado de amarte y de bendecirte. Carlos me parece un buen chico, se parece mucho a ti y tu esposa es muy hermosa.

– Mamá, contigo seremos más felices y tus animalitos también, el doctor que me escribió me dijo lo que ellos hicieron para que fuera a curarte cuando te enfermaste. Dios te dio buena compañía en mi ausencia.

Beddy Gamboa Lugo.

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