Crimen inocente

Crimen Inocente

A Juan y Pablo, compañeros y amigos,
que un mal día dejaron
su vida ante el sonido
de una… bala.

La invitación me llegó a través del correo electrónico. No entendía por qué; no conocía a esa persona. Pero era mi nombre, mi dirección, mi e-mail. Todo el día estuve inquieto. Esperé ansiosamente la llegada del momento para acudir a la cita. Seleccioné un traje de entre unos pocos, y el gris fue el color indicado. La dirección señalaba que el sitio se encontraba en las afueras de la ciudad.

“Tomaré un taxi y así no tendré problemas con el vehículo” —pensé.

Cuando llegué, me di cuenta que era una mansión. Dos hombres vigilaban la puerta; uno preguntó mi nombre y lo buscó en el computador. En ese momento temblé, ¿y si no soy invitado?

—¡Pase!, me indicó con voz serena y clara. Luego de cruzar el portal utilizado para detectar metales, su compañero pasó las manos por sobre mi ropa, acompañada de un gesto de rayos infrarrojos en la mirada como buscando algo en mí que no entendía.

Un salón amplio, con música suave de fondo y varias personas; unas cien por lo menos, que en pequeños grupos, hablaban y consumían licor, me dio la bienvenida. Miraba cual turista en varias direcciones buscando de algún conocido, cuando fui sorprendido por una voz amable que resonó a mi espalda.

—¿Desea tomar algo, Señor?

—¡Ah! —me contraje.

—No, no, es decir, sí, cómo no, gracias —le respondí al mesonero; tomé una copa, la olí y probé.

—¡Guao! ¡Whisky! —repliqué mientras seguía moviéndome despacio.

— “¡Hermoso lugar!, no cabe la me…” —me decía, pensando en voz alta, cuando alguien se acercó.

—¡Eres tú, el escritor; sí, eres tú! —gritó una mujer que corrió, tomó mi mano y me condujo hasta un grupo…

—¿Escritor? —Pregunté extrañado, mientras la seguía.

—Sí, leí tu último libro.

—¿Libro? ¡Último libro! ¿Cómo? no, no, no…entiendo.

—Sí, ven acércate —me indicó otra dama alta y hermosa que se llevaba un trago a la boca—. “Sin duda tiene que ser modelo” —me dije—. Por sobre el fino vestido de seda se dibujaba una figura encantadora. Cuando me detuve pude comprobar con una rápida mirada que me encontraba rodeado de esculturas griegas que derrochaban belleza y encanto en medio de torpes gendarmes que parecían cuidarlas más que admirarlas.

—¡Es un honor que haya aceptado nuestra invitación! —dijo una rubia que dejó escapar una bella sonrisa que se veía perfecta en aquellos labios plenos de sensualidad.

—¡Sabemos que es usted un hombre muy ocupado! —agregó una trigueña que fumaba un cigarrillo de marca.

—Sí, ¡yo también leí tu último libro! —intervino un caballero trajeado de etiqueta.

—La trama es complicada, por ejemplo, ¿Quién mata a quién? —concluyó otro que se dirigía a mi como si me conociera.

—Yo, este… Quiero decir…

Todo sonaba interesante; así debe ocurrirle a los escritores; todo el mundo le pregunta por sus libros, su… Pero… ¿Era escritor? Tampoco sabía… ¿Por qué estaba allí? ¿De qué libro hablaban? Creo que estaban confundidos. Seguramente esperaban a otra persona. Apellidos importantes sonaban con agudeza a mis oídos, cual música nueva. Mi mente divagó entre un mar de figuras que venían a mi encuentro.

Mi monólogo fue interrumpido por un sonoro aplauso que se extendía cual onda por todo el salón, y un murmullo de voces indicaba que a lo mejor se disiparía mi duda acerca de quién me habría invitado, y quién sería el personaje de la noche. Quienes me rodeaban se olvidaron de mí, y me tranquilicé; pues cesaron las preguntas.

Alcancé a observar a lo lejos la figura de un hombre que, en compañía de otros tres, se dirigía hacia los grupos. Era alto, de porte elegante, trajeado de manera impecable; sonreía en todo momento. “Es un político” —pensé—, y esperé mi oportunidad para saludarlo, conocerlo y agradecerle tan gentil invitación. Cuando se acercó y estaba a punto de…Un disparo sacudió el ambiente, y le hombre bañado en sangre cayó a mis pies.

Aún recuerdo mi mano estirada en espera de la suya.

¡Gritos! ¡Carreras! ¡Órdenes!, inundaron el lugar. ¡Quedé aturdido; no sabía qué hacer! Sólo gritaba: ¡Una ambulancia, un doctor; rápido!

—¡Entregue el arma —me ordenó una voz que se escuchaba detrás de mí—, pronto, el arma!

—¿Cuál arma? Yo en mi vida nunca he tomado una… ¡Yo no lo maté! ¡Sólo quería..! ¡Yo no fui!, ¡Soy inocente!, Soy… Lo juro por… ¡Soy inocente!, y levanté mis brazos. Soy…

Los hombres me rodearon. Pero uno de ellos insistía, y sin dejar de apuntarme, metió una de sus manos en el bolsillo derecho de mi paltó y sacó una pistola.

—¡Fue usted! —me señaló.

Hasta la mujer bonita se acercó para acusarme y burlarse de mí.

—¡Asesino, asesino! —me gritaba.

—Pero, ¿cómo?, ¿no entiendo? ¡Yo no fui! No sé cómo llegó esa arma a mí… –podía verme tembloroso.

Me esposaron y me condujeron a la comisaría en un vehículo, que de pronto apareció estacionado en la entrada. No podía creerlo: ¡Yo detenido! Los oficiales que me atendieron, resultaron conocidos. Eso me alivió un poco. Me acerqué a la baranda de la oficina y pude escuchar cómo hablaban de mí en voz baja. Pero no me prestaban atención.

—¡Por fin me van a atender! –les grité; pero me ignoraron.

Finalmente, los dos jefes se levantaron y dieron la orden a quien me acompañaba para que me trasladaran a otro lugar. Era como si me esperaran, como si se tratara de un plan.

—¡Vamos! —me ordenó y tomó mi brazo derecho.

El vehículo recorría la avenida normalmente. El oficial me miraba de vez en cuando a través del espejo retrovisor. Sentí sueño, pero decidí permanecer despierto a ver qué pasaba.

—¿A dónde me conduce? —pregunté como para romper el silencio y la risa irónica que me molestaba. Distraído, fijé la mirada por la ventanilla en los vehículos que pasaban, tratando de calmarme y no perder la esperanza de verme libre una vez más, cuando siento que algo oprime mi garganta…

—¡Suél…ta…me! —grité pero sus manos me apretaban con más fuerza, me sentía asfixiado. El vehículo comenzó a moverse sin dirección precisa, cuando el oficial se percató de lo que ocurría.

—¡Suéltese! —ordenó.

—¡No puedo! —le respondí.

Luego de forcejear, logré quitar una de sus manos, instantes antes de que… La bala pasó tan cerca de mi rostro que pude oler su pólvora. Quedé paralizado. El oficial reía. Yo suspiré con tranquilidad.

—Empuje el cadáver hacia atrás —indicó.

Le obedecí, y el bulto fue a parar a la maletera. ¡Gracias! —dije.

—No tiene por qué agradecerme… ¿Es usted escritor?

—¡No, sí, es decir, no sé, señor!

—¡Levante la alfombra!

—¿Para qué, señor?

—Hágalo, o estará muerto —insistió mientras me apuntaba con la pistola.

“No tengo alternativa” —pensé mirándolo a los ojos que parecían hablar en serio. Y levanté la… ¡No puede ser…el.., el libro! Pero, si, yo…

—¡Tómalo!

“Lo miré desconcertado, parecía que el disparo destrozaba mi rostro o mi corazón”.

—Tú, eres el autor.

—¡Yo!, pero en mi vida jamás he escrito algo, y menos un libro; cómo puedo ser su…

—Lo haces o te mato.

—¡Está bien!

Su cubierta me aterró. Con sumo cuidado lo acerqué a mi mano derecha, sin dejar de observar a mi compañero que luego bajó el arma…

—¡Tome! —me la ofreció— ¡Mátame y quedarás libre!

—¡Yo nunca he matado a nadie, si lo hago estaré reconociendo que soy culpable!

—Te escapas y asunto arreglado.

—Nadie me creerá.

—¿Entonces? —dijo impaciente.

—No, no, no lo haré.

Se escucha otro disparo. Caen vidrios. Cierro mis ojos y me aferro al cojín, inclinando mi cabeza para protegerme. Luego, un silencio. Alguien se acerca al vehículo…

—¡¿Cómo está?! ¿Se siente bien, señor?

Al voltear me di cuenta que era conmigo.

—¡Bien! —respondí, a la vez que observaba al oficial que, con el rostro ensangrentado, yacía junto al libro que no había escapado al mar rojo derramado en aquel momento. Lo tomé lentamente, sin dejar de observar el… El agente abrió la puerta. Me ordenó que extendiera mis manos y me quitó las esposas. No entendía nada.

—Disculpe usted —expresó con tono apenado—, baje del vehículo.

Mucha gente se había aglomerado.

—¡Está muerto! —le indicó a otro oficial—, llame a la central, reporte que el presunto asesino murió en un enfrentamiento con las fuerzas del orden.

Salí del vehículo. Los curiosos me miraban. Alguien pareció reconocerme y me pidió un autógrafo.

—¡Hola! ¿Está usted bien?

—¡Sí!, —respondí sin dar la cara. Cuando me volví para ver de quién se trataba me…

—¡Eres tú!, pero sí…

—¡Vamos!, la fiesta no ha concluido —agregó.

—¡Fiesta!, no, no, lo siento, yo… –Sin cruzar una palabra más le di la espalda y con el libro en la mano, seguí caminando hasta un kiosco. Sentí curiosidad de hojear el ejemplar. Primero leí el nombre del autor, y todos tenían razón: era su autor. Pero… ¿por qué no lo sabía? Seguidamente, aunque con mucho temor, decidí detenerme en la página final: “Luego de cometer el delito, tomó el libro, lo hojeó, y caminó por entre la cola de vehículos, hasta perderse de vista en la oscuridad, que de pronto se apoderó del lugar en una tarde que se negaba a morir”.

Presa de pánico, lo cerré de inmediato, y me detuve en la cubierta: ¡Crimen Inocente!

“¡No puede ser! —grité. Ya sin aire en mi alma, mi vida parecía haber llegado al final del camino, aquel aciago día de mi cumpleaños.

Tulio Aníbal Rojas.

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