Niebla
En cierto momento de un futuro lejano, se encuentra la casa de una señora muy distinguida. Sus cabellos eran blancos como la nieve, confusos como la neblina. Se podría pensar que para haber vivido tantos años, se volvería vieja. Pero cuando le preguntaban su truco ella siempre respondía con una sonrisa de dientes de apio tan particularmente geniales: yo nunca he dejado atrás los juegos, las risas y la felicidad, pues mi espíritu es de niño aún. Tales propiedades extrañas también le otorgaban el poder de darle más años de vida a los demás. Todos pensaban que eso siempre tendría un efecto positivo.
La señora miraba a su alrededor. Observaba las plantas que colgaban del techo y por sus paredes. La casa era un cilindro con cono de techo, para ser más específicos, era una estructura de palos de metal, en la cual colgaban muchos tipos de plantas: enredaderas, bugambilias y otras hojas gigantescas que predominaban en el techo. Casi todas las raíces de tales plantas se encontraban en el piso, justo en el centro.
Era un día lluvioso, las gotas de las verdes e inmensas hojas brillaban como si estuvieran agradeciéndole a la lluvia y el sol por alimentarlas. La señora se rascó la cabeza mientras abría la puerta. Sacudió sus brazos y sus manos se sangolotearon. Respiró profundamente mientras cerraba la puerta y recordaba la primera vez que hizo contacto con la piel de otra persona, a la que le otorgó 5 años de vida. Cada segundo que tenía contacto con la piel de alguien más, se añadía un año más a la persona.
Había un par de niños peleándose y corriendo para atraparse entre sí. Seguro se trataba de un juego pero las cosas se empezaron a poner más intensas. Se estaban pegando a golpes. La señora echó para atrás su cabello mientras cargó a uno de los niños que parecía tener alrededor de 7 años. También agarró el brazo del otro niño para que se moviera. A todos aquellos de corazón limpio le añadía años, y aquellos de malas intenciones, le restaba. Ellos no estaban seguros si ella era de la que todos hablaban.
– Gracias por separarnos, ¿Quién es usted? ¿Cuál es su nombre? Dijo el niño de buenas intenciones, mientras peinaba su cabello pelirrojo.
– Soy Romina
– ¡Romina, la señora eterna! -exclamó el chiquitín de cabello castaño, era más chaparro que el otro niño.
Romina sonrió y se alejó. Todos la buscaban pero nadie sabía dónde vivía. Un día, Romina le otorgó más años de vida a una pareja de hermoso y bondadoso corazón. Pero lo que el chico no sabía era que no siempre vivir más es vivir mejor. De por sí su vida sería larga. Y con 6 años más de vida, teniendo que usar las sillas de ruedas, ya no podía disfrutar su vida. En ese entonces Romina se dio cuenta que no tenía por qué otorgarle más vida a nadie, tenían esos años de vida por algo. Y lo peor de todo es que Romina no podía tener novio.
A veces Romina se sentía como una niebla que se transformaba en charcos, en rocío, en lluvia, en todo eso que ayuda y decora a la vida. Pero más que nada se sentía como la niebla. Ya nadie la frecuentaba pero ella aparecía en las vidas de todos.
Decidió salir a caminar a la playa, veía el atardecer sentada, cuando llegó un joven muy apuesto con dos conos de nieve.
– ¿Qué tal? Me dieron 2 x 1, ¿Gustas?
– Claro, que amable de tu parte.
Romina comía silenciosamente, cuando decidió preguntarle:
– ¿Te gusta pintar?
– Claro, pintar paredes sí, pintar detalles no me sale- Brillaron los ojos del joven.
– Qué bien, es perfecto. Necesito mano de obra para un proyecto.
– ¿Y de qué se trata este proyecto?
– Necesito que la gente se acuerde de que están vivos. De que vivir es maravilloso. Y quiero representarlo con dibujos o diseños sobre la naturaleza, principalmente.
– Vaya que tienes un punto, te ayudaré.
Cerca se escuchaba un ukelele y un par de bongos sincronizadamente planteando una melodía que parecía una nube: suave, fluida y tranquila. Era como si estuviera moviéndose tan lento que apenas y te dabas cuenta, una canción asentada en la cima de los cielos. Escuchaban con atención y Romina marcaba el ritmo con su pie. Ambos sonrieron, escucharon muy atentos mientras terminaban lo último del cono de nieve.
– Me tengo que ir, mi padre me espera para la cena. Un gusto verla, ¿nos vemos mañana a las 7 en la tienda de snacks que está enfrente?
– Claro, me parece perfecto.
El muchacho se fue y ella veía el horizonte, uno que nunca antes había presenciado. Ningún horizonte es igual a otro. Si no es que algo los cambia, el viento siempre pasa para despeinarlo. Veía las olas que seguro si una iguana pudiera emitir muchos sonidos, sería ese sonido; las olas golpeando la arena. Y mientras se acomodaba el cabello rizado detrás de la oreja, pensaba.
“Piensan que soy eterna pero sé que tengo un final. Y no dejaré que ese final me quite mis objetivos. Lo lograré, todos quedarán maravillados con el mural, lograré transmitir aquello que pocos recuerdan, aquello que levanta a todos de los días que la muerte quiere engancharlos.” Miró sus pies mientras los movía a los lados, como un juego de niños. Exhaló mientras coronaba su aura de paz.
Llegó a casa y pronto era otro maravilloso día. Una vez escuchó a alguien decir que llegaría un punto en el que los años parecen días, y si así fuere nunca perdió ni un año y ningún día. Es la persona más fuerte a esa edad. Ni si quiera si dejase de existir el mundo se libraría de ella, sus pinturas, el recuerdo de cada mensaje, eso nadie lo podría borrar.
Se puso sus sandalias para irse a desayunar. De camino vio a dos chicos con finta de artistas; y les planteó la pregunta:
– ¿Les gusta pintar?
– No mucho, solo lo hice en clase de arte durante la secundaria. Pero gracias por el interés. Se ve que tiene una energía amable
– Oh gracias a ustedes, que tengan una buena vida.
Sacudió sus manos mientras seguía caminando. Dejaba relajar su cuerpo cada paso que daba. Se acercó a un restaurante finísimo con fachadas greco-romanas. Unos acabados blancos con detalles de arpas y ángeles con coronas de plantas rodeaban las esquinas del techo.
Dentro del restaurante, le dijo a un mesero, con una voz casi como susurro que rodeaba todo el cuarto, tal como la niebla sonora:
– ¿Le gusta pintar?
– No, pero sin duda conozco a 5 personas que sí. Ellos harían lo que sea para conseguir un proyecto.
– Que bien, ya tengo la pintura y la idea. Solo necesito la mano de obra.
– Pues es su día de suerte.
El mesero escribió el contacto de todos los chicos y Romina les mandó mensaje para verlos a las 7 en una tienda de snacks por la playa.
Llegaron todos menos uno. Romina les mostró sus bosquejos y platicó la idea. Todos estaban de acuerdo en comenzar al siguiente día. Romina se sacudió la arena de los pies. Se quedó pensando en cómo sería la vida de los demás, de cómo saludaban a sus padres, de cómo se divertían; pero más que nada pensaba en qué los hacía felices. En cómo cada quien disfruta distintas cosas, a veces bizarras o extravagantes, o insultantes.
Se paseaba con una sonrisa. A veces ladeaba sus lentes porque le gustaba hacerlo. Doblegando su codo para que su mano llegara a los lentes, miraba palmeras y entendía que no importaba lo que te gusta, o qué te hace feliz o cómo te diviertes; porque en realidad todos sentimos la misma alegría, pero se preguntaba si esa alegría se presentaba diferente a la alegría de otros. Todos tan únicos “¿Será posible que haya únicos entre los únicos?” Romina se rascó el brazo.
Era hora de dormir, veía el techo frondoso y perfecto para ella. Seguro las luciérnagas estaban afuera a esta hora. Salió para ver su luz. “A veces somos como ellas, nuestra luz no se ve hasta que estemos en la oscuridad.” Los problemas sacan el centro de nuestro carácter: a veces iracundo en un principio y astuto en un final. Romina atrapó a una luciérnaga. Sonrió mientras la liberó. Se sentó en el cielo. Que ¿Como hizo esto? Al momento que una estrella se enamora de ti, te deja ser parte de su cielo. Así se dormía muchas veces, en el mar del cielo. Como una melodía de pianista atrapado por amor, tintineaban las estrellas.
Poco a poco se fueron rotando las constelaciones y con ellas Romina. Cayó en la playa cuando amaneció. Nadie se daba cuenta, o eso pensaba Romina. Exhaló y comió cereal y agua de coco fresca. Se preparó para llegar a la pared del mural. Era al lado de una tienda de música; un lugar perfecto para expresar el arte.
Llegó muy rápido considerando su paso lento. Ellos habían llegado antes que Romina. Estaban platicando y sonriendo. Romina les dirigió cómo debía de pintarse el diseño. Eran árboles frondosos y aves exóticas. Aves exquisitas y detalladas con mucha paciencia. La respiración de Romina ahora eran trazos y trazos de una dirección a otra. Pintaba un rosal alegremente, mientras los demás se encargaban del bello cerezo. Como canción de cuna asentaron el contorno de dos gatos hembra. Continuaron al día siguiente para ponerse a trazar nubes.
Después de una semana, Romina se sentó enfrente de su obra. Acariciando un pedazo de su pierna, miró con cariño a aquella obra de arte. Lloró de felicidad. Era mejor de lo que esperaba. Sabía que esto cumpliría uno de muchos de sus propósitos Todos firmaron y Romina agarró su pincel para ser la última que firmaba. Romina era solo su nombre artístico, firmó como: Beddy.
Melissa Brubeck Martínez.
People Comments (2)
Lourdes julio 17, 2018 at 4:57 am
Un cuento que hila en prosa versos nacidos del corazón.
admin julio 19, 2018 at 5:56 am
Con la lozanía de la juventud, Melissa hilvana las palabras de manera elegante y rítmica, para que cuanto sale del corazón exprese todo sin lugar a dudas y llegue a lo más profundo del alma del lector.