EL CORAZÓN DE HUITZILLIN Y NOGATZIN
Había una vez, un joven y valiente guerrero de la tribu de los Irritilas, llamado Nogatzin. Un día, su rey lo mandó llamar.
– Nogatzin, quiero que vayas a las tierras del noreste, observes todo lo que ahí existe y luego regreses para que me cuentes todo lo que hayas visto y oído. Si en tu camino te encuentras algún pueblo, entrégale este presente al rey como una muestra de mi buena voluntad y deseos de paz.
Diciendo esto, entregó a Nogatzin una caja de fina madera, labrada en forma oval, llena de hermosas y exquisitas joyas de oro y piedras preciosas. Al amanecer del día siguiente, el joven se puso en camino.
Así, iniciando su camino al alba y descansando al llegar el ocaso, cruzó valles y llanuras hasta llegar a la tierra de los Coahuiltecos, donde encontró un río flanqueado de frondosos huizaches, mezquites, duraznos, jujubes y nísperos. Ahí pescó algunas mojarritas que le sirvieron de suculenta cena. Tan cansado como estaba, se quedó profundamente dormido.
Nogatzin no despertó sino hasta que a sus oídos llegó el sonido de voces y risas. Intrigado y cuidando no ser visto, llegó hasta un ojito de agua oculto entre los carrizales, donde se bañaban varias hermosas doncellas.
Nogatzin quedó mudo de sorpresa al contemplar el inesperado panorama que se presentaba ante sus ojos, pero su admiración fue aún mayor cuando descubrió a una joven más hermosa y graciosa que todas las demás. Nogatzin permaneció inmóvil aún después que ellas salieron del río, peinaron sus cabellos, vistieron sus huipiles, calzaron sus tehuas y se retiraron.
Nogatzin ya no era el mismo, el amor le había clavado un dardo candente en el corazón y olvidándose de su misión, ya solo vivió para el momento de volver a ver a su amada. Esa noche no pudo dormir por la incertidumbre.
Al amanecer esperó pacientemente la llegada de las doncellas. Supo que su amada se llamaba Hutzilin y que era sacerdotisa del templo de Tyhopa, el sol.
Durante varios días estuvo acechando, esperando el momento propicio de hablar con ella. Un día, después de bañarse, Hutzilin sintió hambre y separándose de sus compañeras, buscó algunos frutos. Nogatzin se hizo presente, pero al verlo, la doncella corrió de vuelta hacia sus compañeras sin saber qué hacer, pero curiosamente no comentó nada.
Al día siguiente, más por curiosidad que por otra cosa, Huitzilin volvió al lugar donde había visto a aquel apuesto mancebo. Al divisarlo por entre los matorrales se detuvo, y ahí permanecieron un rato contemplándose ambos, sin atreverse a decir palabra alguna.
Otro día, otro encuentro. Poco a poco fueron perdiendo su natural desconfianza y se dijeron sus nombres, iniciando así una bella relación, aún cuando ambos sabían que ella, por ser sacerdotisa, no debía cruzar palabra alguna con ningún varón, mas la fuerza de su sentimiento superó cualquier restricción.
Así continuaron viéndose a escondidas todas las mañanas, amándose cada día más. Huitzilin ahora estaba más hermosa que nunca, siempre se le veía sonriente, feliz y con un brillo especial en sus ojos, a ratos permanecía aislada, suspirando con la mirada perdida en el horizonte. Esta actitud no pasó inadvertida para otra de las doncellas que siempre había estado celosa de ella, por lo que empezó a vigilarla, y se dio cuenta de sus diarias incursiones a la arboleda, comprobando con maliciosa alegría, que Huitzilin había quebrantado la ley.
Al volver al templo, la envidiosa joven comunicó su descubrimiento al sumo sacerdote, quien se negaba a dar crédito a lo que escuchaba, ya que profesaba un paternal afecto por Huitzilin. Sin embargo su deber era investigar, por lo que al día siguiente siguió a la comitiva de las doncellas sin ser visto.
Grande fue su pena al comprobar que tendría que lavar la afrenta que Hutzilin hiciera a Tyhopa, sacrificando a los amantes. A su pesar, procedió a tomarlos presos y llevarlos de vuelta al pueblo.
Huitzilin y Nogatzin iban resignados a su suerte, ya que para ellos, era mejor la muerte que vivir el uno sin el otro. El sacerdote entendía lo excelso del sentimiento que había llevado a Hutizilin a faltar a las leyes, pero con el dolor lacerando su anciano corazón comprendió que debía cumplir con su deber, so pena de incurrir en la ira de Thyopa.
Compadecido, concedió a ambos un último deseo. Nogatzin pidió al noble sacerdote que entregara a Huitzilin aquella caja que su rey le había confiado; era el primer y último regalo que podía hacer a su amada. Con lágrimas en los ojos, el sacerdote procedió a la entrega, preguntando a la gentil doncella cual sería a su vez su último deseo. Huitzilin conmovida, abrió la caja, meditó unos segundos y entregó al sacerdote las joyas diciendo:
– Ofrece a Tyhopa estas joyas en desagravio a mi falta, pero quiero que en esta caja coloques juntos mi corazón y el de Nogatzin, para que luego la entierres allá en la ribera del río, donde nos conocimos y fuimos tan felices.
El sacerdote salió profundamente conmovido y se retiró a orar, pidiendo a Tyhopa fuerzas para cumplir con su deber.
El día señalado para el sacrificio, Nogatzin y Huitzilin salieron de sus respectivos encierros tranquilos y felices, sabiendo que un amor tan grande y puro como el suyo tendría que trascender a la muerte.
Ella iba hermosamente engalanada, y él con sus aperos de guerra y los símbolos de valentía ganados en múltiples batallas.
Tocó primero el turno a Huitzilin, quien antes de subir a la piedra de los sacrificios, lanzó una profunda y serena mirada a su amado, y cerrando sus ojos, se dispuso a recibir el golpe que le arrancaría el corazón. Nogatzin tuvo que hacer un esfuerzo para no desmayarse al ver a su amada sucumbir, pero se consoló sabiendo que pronto iría a reunirse con ella. Valientemente se dispuso a su inmolación, abrió sus brazos y señaló él mismo al sacerdote el lugar exacto donde latía su corazón.
Cuando todo terminó, el sacerdote cumplió su promesa, tomó los corazones de Huitzilin y Nogatzin, cuidadosamente los colocó dentro del cofre ovalado y, con el pecho oprimido, lo llevó y enterró en el lugar donde los dos amantes se habían encontrado por primera vez. Cavó, enterró el cofre y dejó que sus lágrimas rodaran hasta confundirse con la tierra.
La vida transcurrió en el pueblo, y al cumplirse cinco años del sacrificio, el sacerdote haciendo una remembranza de los hechos, acudió nuevamente al lugar donde había enterrado el cofre. Su asombro no tuvo límites al comprobar que había brotado un árbol, cuyos frutos semejaban pequeños cofrecillos de fina madera. Trémulo procedió a abrir uno de los frutos y, cayendo de rodillas comprobó que dentro de cada uno de ellos, se encontraban unidos los corazones de Huitzilin y Nogatzin. Alzando su vista al cielo, dio gracias a Tyhopa por aquel milagro, y bautizó el nuevo árbol con el nombre de… NOGAL.
Lourdes Brubeck Gamboa.