Álvaro Cuento Parte III.
Una noche, perseguido por esos fantasmas de polvo, Álvaro salió de su cama. Con los pies descalzos se dirigió a la calle y caminó hasta el edificio más alto. Determinado y valiente, le hizo frente a ese gigante enemigo suyo, quien le recordaba con sorna que no podía salir de su cárcel. Álvaro frunció el ceño y subió hasta la azotea, ahí donde era el rey si lo quería, o solo una línea borrosa entre las luces de los carteles. Miró los carros corriendo amontonados entre el falso día de la ciudad. Ese día ficticio de luz fría y blanca, creado para permitirles seguir con sus apresuradas vidas.
Álvaro tenía ya el cabello gris y los ojos cansados, con arrugas que surcaban sus brazos y su rostro. Miró con rabia a los hombres que entonces no lo veían, pero pronto los perdonó, pues no lograría volar si cargaba con el resentimiento hacia esos ignorantes de las maravillas y el placer de volar sin aviones, porque hubo otros hombres diciéndoles que no podían, porque otros hombres antes les dijeron que los humanos no volaban, porque otros hombres nunca creyeron que los humanos son del cielo y de la tierra.
Entonces miró al cielo, donde encontró las estrellas lejanas; alguna vez ellas también fueron su hogar y su familia. Siempre estuvieron ahí incluso al alba y quería volver a ellas, a los brazos de la brisa contra su rostro, a las cálidas palabras del aletear y los graznidos de sus diversos compañeros de vuelo. Ahí donde también se encontraba a sí mismo.
Cerró los ojos, respiró hondo más allá del humo de motores que escalaba por encima de su cabeza. Evocó el olor de la humedad en las nubes antes de la caída de la lluvia, las caricias de la libertad y la certeza de que no caería. Recordó cuando lo intentó la primera vez; era un niño, subió a lo alto de un árbol donde conoció un pequeño nido cuyas aves de pecho rojo alzaron el vuelo en cuanto lo vieron. Entonces, él extendió los brazos y siguió a los pajarillos.
Álvaro despegó los pies del frío concreto, sintiéndolo como la roca que abandonaba cada mañana cuando era joven.
Volvió atrás al tiempo donde nunca nadie le dijo que no podía volar, borró de su mente el día de la llegada a su vida de esos hombres sin sueños aéreos. Eliminó los gritos, se olvidó de todo cuanto decían, dejó de entenderlos. Sus voces se convirtieron en sonidos de una lengua extranjera, esa hablada solo por los hombres que no pueden hacer las cosas porque sencillamente están aprisionados en lo imposible y no consideran lo improbable. Y de nuevo, Álvaro voló.
Diana Brubeck.