Trescientos cincuenta días siguientes

Trescientos cincuenta días siguientes

Los primeros recuerdos

Cada año, cuando se acerca la navidad, suelo sentarme frente a la ventana del balcón a contemplar cómo la luz de la mañana despierta con un cielo especialmente azul, que trae consigo el inicio de los últimos dos meses del año. Ese cielo azul brillante y claro suele traerme de regreso los días de mi juventud, cuando esperaba el autobús para regresar a casa o cuando me quedaba debajo de aquél cují, de hojas verdes oscuras, que vinieras por mí, añorando los besos nuevos del día.

Este año se cumplen cuarenta años de haber iniciado nuestra relación, aquella que creí en mis tempranos dieciocho, que nos llevaría a tener no solo una enorme familia sino también una larga compañía juntos, ahora cuando estamos cercanos a cumplir sesenta. Pero el destino nos tenía preparado otro camino muy diferente al que creímos que era el nuestro, por eso recuerdo las dos últimas semanas de cada año, que disfrutamos, y espero esos trescientos cincuenta días venideros para vivir, la otra vida en paralelo, porque aquella aún la guarda mi corazón, la que creí que sería una familia feliz.

Éramos unos niños entonces, apenas aprendiendo a descubrir el mundo, aunque creíamos que ya habíamos dejado el infantil y éramos adultos, buscando iniciar nuestra vida lejos de los nuestros. Estudiábamos cada uno el inicio de su carrera universitaria y los problemas más complicados eran: cómo nos moveríamos en el transporte público, conseguir el dinero para el material de clase, la hora para retornar a casa y al llegar, llamar al otro.

No había celulares entonces, era telefonía fija, generalmente llamábamos para que el otro tuviera la certeza de estar a salvo en casa. Y en las tardes, antes de las cinco, conversábamos sobre el día de clase y luego, después de las siete hasta las nueve, seguíamos hablando para irnos a descansar y al otro día continuar con la rutina. En ese entonces no tenías vehículo, nos veíamos los fines de semana, eran los días más emocionantes para ambos. Los temas de conversación no acababan, los juegos con los ojos a ver quién resistía sin pestañear primero, compartir los silencios apoyada en tu pecho sintiendo tu respirar, mientras acariciabas los dedos de la mano apoyada sobre tu pierna.

El día que tu padre te dio las llaves del vehículo para trasladarte, empezaste a ir por mí a la universidad y dejarme en casa. Era muy agradable poder vernos por lo menos cuatro de los cinco días de la semana de clases. Al iniciar tus materias complicadas, las que te llevaban más horas para el estudio, comenzamos a vernos para cenar algunos días y los fines de semana que no precedieran a un examen.

Las cenas eran cortas, generalmente en el auto, una pizza, un perro caliente de queso mozarela con muchas papitas fritas y en otras oportunidades, una barquilla de mantecado. Cuando las comíamos jugábamos a quién la terminaba más rápido sin que se derritiera y luego intercambiar los conos finales, las punticas, generalmente bien tostadas, al menos la de aquella heladería en el restaurante chino. Siempre nos acompañaba la radio, las canciones en inglés del momento, muchas de las cuales cantábamos al unísono y luego nos reíamos juntos. Ahora que lo recuerdo fueron buenos momentos, muy buenos, sobre todo tantas sonrisas y miradas pícaras compartidas, así como los besos corticos al despedirnos.

En casa te habías ganado la confianza de la pequeña familia y tus facciones recordaban los rasgos de mi padre. Eras aquel apoyo para hacer las cosas que rutinariamente hacían los hombres: pintar las paredes con los techos altos, arreglar las tuberías que goteaban, cambiar los cauchos del auto, levantar aquellas cosas pesadas que una mujer necesita de otra persona para mover de lugar.

Y en tu casa me conocían, aún recuerdo que me sonrojaba al llegar y que me presentaras como tu novia. ¡Qué tiempos aquellos! Me parecía elevarme del suelo y no tocarlo al caminar. Me sentía tan segura cuando tomados de la mano caminábamos para llegar al cine, al restaurante de la calle donde los estudiantes comíamos, cuando caminábamos por la orilla de la playa recogiendo conchas de mar, cuando subíamos calle arriba mientras la neblina nos cubría y la lluvia de la montaña trataba de alcanzarnos. Fuimos felices.

Estando a la mitad de la carrera, de repente, una noticia nos cambió la vida. Una decisión errada, aquella que parecía buena idea en su momento, se transformó en un huracán que terminó trasladándote lejos de la ciudad a otro país. Llevábamos tres años de relación, cada día más seguros de los sentimientos, que éramos el uno para el otro, teníamos veinte años, y nuestra relación la sentía más firme que nunca. Fue muy dolorosa la despedida, es que llenabas todo, eras el futuro, la compañía perfecta para las miradas cómplices y los silencios largos, además los pensamientos leídos en la mente del otro, sin pronunciar palabra alguna.

Con esfuerzo juntamos un dinero y compramos anillos de oro, donde grabamos el nombre de cada uno. Justo la noche anterior a tu partida, los colocamos en el dedo anular derecho del otro. Fue nuestro símbolo de amor eterno, aunque debíamos usarlo en el izquierdo pues era compromiso, no nos importó entonces. En la cena de esa noche, en mi casa, le prometiste a mi madre que regresarías para casarnos porque tendrías una oportunidad con tu carrera para ofrecerme un futuro feliz contigo.

Al otro día muy temprano te acompañé con los tuyos al aeropuerto, cuando te despediste te llevaste mi corazón con el tuyo y creí que no podría disfrutar aquellos lugares que compartimos: la barquilla del restaurante chino, la pizza en el carro, las canciones en inglés o las idas al cine los lunes en la tarde. Cada vez que podía te llamaba y la primera navidad sin verte fue muy dolorosa, al igual que el año nuevo, sin tu abrazo y beso para iniciar el nuevo año juntos.

Añoraba las cartas que llegaban por correo, casi cada quince días. Las releía antes de dormir para soñarte y decías lo mismo cada vez que hablábamos por teléfono. Cerca del restaurante chino quedaba un hotel muy pequeño, de esos de antaño, era una casa de arquitectura antigua, con las sillas del estar, de los años setenta, en color verde manzana y las palmeras en el recibidor. El corredor con los pisos de baldosas verde y rojo te llevaban al pasillo de las habitaciones y justo antes de ellas, casi escondido, había un teléfono gris reposado en la pared verde claro. Ese teléfono estaba descompuesto y por unos centavos hablábamos más de tres horas, casi todos los días. Fue nuestro cómplice, siempre llegaba ansiosa con mi morral a cuestas, temblando, pero añorando que siguiera con el desperfecto. Mi ánimo cambiaba de estar feliz, al iniciar la conversación, pasaba a triste cuando me iba, por la despedida.

Fueron dos años que estuvimos sin vernos y la economía tuvo un revés, así que regresaste, pero no podías continuar en la misma universidad porque tu castigo duraba cinco años. A tu regreso decidimos que era el mejor momento para casarnos, ya había encontrado una buena plaza para mis pasantías, que me ofrecía una oportunidad brillante en una de las empresas más importantes del país. Ya no solo tenía mi beca, la que tendría por dos años más hasta graduarme, sino la posibilidad de un trabajo estable. ¡Qué más podía pedir!

Mis deseos eran tan fuertes que no te escuché, o no quise hacerlo. Estabas feliz por mí, pero el no poder seguir estudiando lo que tanto querías, te distanciaba. Sin embargo, insistí sabíamos que nuestro afecto era fuerte, así que a pesar de que rompimos varias veces terminábamos regresando de nuevo hasta que apareció una alternativa para ti: irte a otro estado a continuar con tus estudios. Y regresamos, juntos celebramos esa navidad muy feliz, todo parecía estar a nuestro favor, el año siguiente nos casaríamos.

Ya teníamos cinco años de relación, no quise ver que habíamos crecido en direcciones diferentes, o al menos, no lo logré ver tan claramente como lo hice después. Es que los días que estabas de regreso eran tan fabulosos, nos divertíamos y compartíamos tantas cosas de nuevo que era simplemente maravilloso. Estoy segura que para ti también lo fueron, no podías ocultar tu felicidad, el agrado de compartir de nuevo tantas cosas nuestras como el helado y las tardes de cine. Por aquellos días nos invitaron a la celebración de la boda y el compromiso de tus amigos más cercanos, lucimos nuestros anillos muy contentos, solo que nosotros esa celebración no la hicimos pública con ellos, fue sólo nuestra.

Legalizar la unión

Las separaciones eran cada vez más largas y el tiempo para estar juntos muy poco, hablábamos de casarnos, de esa manera cada vez que vinieras pudiéramos compartir y disfrutarnos.

Iniciando ese año ya tenía el trabajo añorado, me habían contratado por tres meses y luego de ello podía quedar fija, ya me conocían pues llevaba trabajando con ellos más de seis meses continuos. La idea de la boda rondaba más cerca cada vez, esperar que terminara su carrera llevaría más de cinco años y de verdad que ya estaba cercana a graduarme, con trabajo en puerta, no había razón de esperar tanto.

Decidimos casarnos por el civil, con el dinero que teníamos haríamos una celebración pequeña, en mi casa, con lo justo me compré un conjunto de pantalón blanco y chaqueta. No nos alcanzaba para un vestido de bodas, como sólo sería por el civil, para luego cuando ya tuviéramos más estabilidad casarnos por la iglesia, esa sí sería una gran celebración. Eso me pareció sensacional, casarme era lo que más añoraba, tener la familia con el hombre que amaba, no era necesario esperar más. Cada familia aportó un poco para la comida, la bebida y el bolo de bodas. Lo planificamos para que fuera un fin de semana que pudiera estar en la ciudad sin que interfiriera con sus clases. Nuestra fiesta fue muy sencilla, solo los amigos más íntimos, la familia de ambos y un hermoso bolo, con dos palomitas en su nido besándose, celebramos nuestra boda civil. Fue nuestra primera noche juntos en mi casa.

El lunes partió de nuevo mientras que se iniciaba la semana laboral y las clases nocturnas, a esperar la próxima vez que pudiera venir, ese próximo fin de semana para ver a mi esposo. Ahora las llamadas eran para compartir lo que le ocurría en aquella ciudad y sus clases mientras le contaba sobre mi trabajo en la oficina y las reuniones para mi tesis de grado. En la oficina nadie supo que era una señora casada.

Terminé el contrato de los tres meses, había que esperar un mes y luego me llamarían para firmar el contrato definitivo. Todo fue espléndido, durante ese tiempo avanzamos con la tesis y la presentamos. El próximo fin de semana llegó a celebrar la aprobación de la tesis y viajamos a un pueblito en la montaña, tendríamos nuestra luna de miel, que no pudimos hacer por su corto tiempo disponible del fin de semana de la boda.

Al mes siguiente empecé a tener muchos mareos y me sentía indispuesta. El olor al café que tanto me gustaba, por el tiempo en la oficina, comencé a detestarlo, el sabor de mi lápiz labial favorito igualmente y hasta la comida preferida la rechazaba. Me llamaron de la empresa para los exámenes médicos y fui, aún con los malestares, estaba segura que era algún problema estomacal, de esos que me daban cuando tenía mucho stress.

Casi finalizando el mes regresó a casa y fuimos al médico, hicimos un examen de sangre y orina, la mayor sorpresa fue que esperaba un bebé. Ante la noticia lloramos juntos y después de calmarnos decidimos decirlo a todos, de igual forma se enterarían, mientras esperábamos que en los resultados médicos de la empresa saliera que estaba en estado, para tomar las acciones que correspondían. Aún tenía mi beca y buscaría empleo que me permitiera trabajar por unos meses más, su familia nos prometió ayudarnos con los gastos médicos del bebé y después veríamos qué hacer. Uno de los planes era mudarme con él después de la graduación y buscar trabajo allá, no tenía sentido que permaneciéramos separados si ya teníamos la familia añorada.

Iniciando el mes siguiente me llamaron de la empresa para que me presentara en la oficina, era un lunes, me esperaban a las siete y media de la mañana del martes. Estaba muy nerviosa, muy dentro de mi esperaba que me dijeran: − ¿Por qué no nos dijo que esperaba un bebé? En tu postulación no decía que estabas casada.

La chica de Recursos Humanos esperaba por mí en su puesto, al llegar me acompañó hasta la oficina del que había sido mi jefe durante mis pasantías. Aquel hombre de barba que me había propuesto para el cargo me recibió con una sonrisa, deduje entonces que no había salido nada malo en los exámenes y sentí mucha pena, el estómago parecía que tenía vida propia pues danzaba dentro de mí.

Cuando terminó de explicarme las condiciones del contrato, qué tipo de trabajo pensaba que pudiera hacer, el horario y los beneficios de iniciar con un grupo nuevo me parecía que hablaba en otro idioma, porque mi mente solo repetía: –Debes decirle que esperas un bebito.

Cuando terminó, sentada frente a él, se puso de pie, sacó de la gaveta del escritorio una carpeta que tenía mi nombre con una etiqueta en letras grandes y lo acercó con un bolígrafo hasta donde estaba sentada, en el otro lado del escritorio.

Le vi al rostro observándome con una sonrisa y dijo que firmara que ese mismo día comenzaría y me esperaba ya mi escritorio justo a unos pasos del de él. Sonreí apenada y le pedí que se sentara que debía decirle algo muy importante. Extrañado volvió a sentarse y muy apenada, haciendo esfuerzos contuve las lágrimas en los ojos, le dije que no podía firmar porque me parecía deshonesto de mi parte, luego que me habían dado la oportunidad, descubrieran a los pocos meses que esperaba un bebé. Su cara se desdibujó, pero al verme llorar se acercó a mi diciéndome:

−Es maravillosa la noticia, debes estar feliz cariño. No te preocupes, hay otra oportunidad, pero no conmigo. Eres una buena trabajadora, con valores y habilidades que no podemos desperdiciar. Tal vez consiga ubicarte en otro departamento que se está creando pero que no inicia hasta el año próximo. Esa es una buena opción, déjame hablar con el encargado que justamente está hoy aquí. Espera, no te vayas, voy a llevarle tu carpeta y veremos qué podemos hacer.

Cuando salió limpié mi rostro con las manos, respiré varias veces hasta que logré calmarme, mis manos temblaban por el miedo y sentía frío en los dedos de las manos hasta los de los pies. A los pocos minutos llegó a la puerta pidiéndome que lo acompañara y salimos al pasillo. Me guio a un salón donde estaban varios jóvenes esperando ser entrevistados por un hombre, de entradas y muy blanco, ubicado en una oficina con paredes de vidrio al final, me parecía una cabina de radio.

El señor con amabilidad abrió la carpeta y sonrió al revisarla, luego la cerró y colocando sus manos entrelazadas sobre ella dijo:

–Como dijo el amigo eres un buen prospecto, vamos a intercambiar una de los míos por ti. Ten a tu bebé y me avisas cuando nazca, porque a lo que cumpla un año te llamo para que empieces a trabajar con nosotros, ese es el tiempo que me llevará arreglar todo e iniciar este departamento. Tranquila, esta es mi tarjeta y no dejes de llamarme a lo que nazca ese bebito, conservaré tu carpeta en mi escritorio y a lo que cumpla el año te llamaré para que vengas a firmar el contrato.

Cuando salí no lo podía creer, ya tenía todo resuelto, podía cuidarlo durante su primer añito y ya tenía trabajo. Mientras iba camino a casa la brisa de la mañana acariciaba mi rostro y contemplaba el cielo azulísimo llenos de nubes que eran arrastradas por el viento. Había rezado tanto por esta oportunidad que cuando se presentó me parecía mentira, cuando me lo propusieron y le conté a mi madre comenzamos a pedirle a Dios que esa oportunidad se diera y quedara fija pronto. Estaba feliz y no podía ocultarlo, casi bailaba y la música en mi cabeza me hacía mover los pies rápidamente para llegar a casa a contarles el milagro que había pasado. ¡Dios escuchó nuestras oraciones! Bendito seas.

La familia

Mi vientre crecía, los antojos no me abandonaban y eran cada vez más raros. Estaba feliz, no recuerdo haberlo estado tanto antes, mi bebito se movía en mi vientre cada vez que hablaba con su padre por teléfono. Cuando llegaba a casa, siempre al dormir juntos, descansaba su mano en mi vientre mientras el bebé le golpeaba con los codos o los pies al sentir su calor, entonces no parábamos de reírnos. Estoy segura que él también se reía porque se acomodaba y me dejaba dormir tranquila toda la noche, siempre que estábamos los tres juntos.

Empezamos a comprar sus cosas: la cuna, un armario, el coche, la ropita para cuando naciera y los primeros juguetes. Adorné nuestra habitación con muñecos en las paredes y el mosquitero de la cuna con lazos. Hice unos soldados de plomo, un payaso con su pantalón a rayas y unos cojines en forma de corazón. Mi madre le bordó una toalla con su nombre en letras azules pues era un varón.

Iniciando el mes de diciembre esperábamos su nacimiento, esa semana estaba muy inquieto, el miércoles noté que no se movía mucho. El jueves temprano en la mañana hablamos y le conté lo que había sentido, entonces me pidió que le colocara la bocina cerca de la barriga para hablarle. Luego de que conversaron se movió un poco, el viernes amaneció igual, antes de salir de viaje para llegar a casa habló de nuevo con él. Le pidió que esperara, que pronto llegaría, pero debía esperar nacer hasta que estuviéramos los tres juntos. Y así fue.

Ese domingo caminé mucho, para mediados de la tarde nos fuimos a la clínica y para el amanecer del siguiente día mi bebito había nacido. Era hermoso, su piel era rosada por el llanto, su cabecita con poco pelo y sus manitas y pies con sus dedos completos porque los conté. Tenía una pequeña nariz y unos ojos marrones oscuros como los míos, pero asombrosamente los dedos de manos y pies eran iguales a los de su padre.

El bebito no dormía mucho, era muy inquieto de noche, muchas de las veces se quejaba su padre porque no lo dejaba dormir después de un largo viaje para estar juntos. Siempre se despertaba en la madrugada y se quedaba tranquilo en la cuna si nos veía quietos en la cama, porque al menor movimiento levantaba su torso y sonreía, apenado porque habíamos descubierto que no estaba dormido.

Cuando empezó a caminar fue todo un acontecimiento, era muy gracioso y la alegría inundó la casa de mi familia donde vivíamos. A partir de su nacimiento las navidades eran especiales pues él siempre jugaba con los adornos del árbol y las piezas del nacimiento. La mañana de navidad era especial porque era la hora de los regalos, que traía el Niño Jesús y le parecía una aventura romper el papel que los envolvía, aunque no fueran suyos.

La relación con mi bebito era muy estrecha, de hecho, creo que nos entendíamos aún sin hablarnos con palabras, solo con las miradas que compartíamos. Nos encantaba salir al finalizar la tarde con el coche a comprar el pan para la cena, en la panadería cercana, y veíamos los pájaros que llegaban a los árboles para dormir. Le encantaba verlos esconderse entre las ramas y los señalaba con sus manitas aplaudiendo cuando los descubría haciendo ruido y riéndose después, para compartir su hallazgo.

Cada vez que su padre venía a casa llegaba después de haber pasado la tarde en casa de sus padres, ya no lo hacía llegando primero con nosotros. Muchas veces cuando solo teníamos un fin de semana, en su casa planeaban salidas a las que no podíamos acompañarle y lo veíamos al día siguiente. Estas cosas se repitieron muchas veces, como también las salidas con sus amigos luego de las cuales llegaba muy tomado a la casa.

Me molestaba verlo llegar y discutíamos, no podía mantenerse en pie y se quedaba dormido en cualquier parte, muchas veces durmió en el suelo porque no llegaba a la cama y no podía levantarlo del piso por su peso. Los fines de semana se repetían las quejas y los malos ratos, cada vez era menos el tiempo que compartíamos los tres y se hacía más frecuente tener que ir a su casa o con sus amigos.

Una noche llegamos a casa después de una fiesta, había bebido mucho y quería dormir, pero el bebé estuvo muy inquieto. Discutimos fuertemente a tal punto que en casa lo escucharon e intervinieron en la discusión, haciéndolo salir de la habitación porque el bebé lloraba muy fuerte y los gritos de ambos lo pusieron muy nervioso. Golpeó la puerta tan fuerte que pensé que la había roto. Mi madre le pidió que se fuera de la casa y esa noche recogió sus cosas y llamando a su padre vino por él. Esa fue nuestra primera separación después de una pelea, porque para él, estaba malcriando al bebé ya que lo llevaba a dormir conmigo y no le dejaba dormir solo en su cuna.

Mi madre me advirtió que estaba muy mal la violencia con la que trataba al bebé y que no podía dejar que me agrediera, que agrediera a cualquiera de los dos. Sabía que tenía la razón, estaba asustada ante su actitud tan violenta, jamás lo había visto actuar de esa forma y lo atribuí al alcohol. No quería eso para mí, no quería un padre violento y menos con golpes, a eso le temía mucho. Estaba segura que si se atrevía a golpearlo o maltratarlo era capaz de devolverle el golpe, sabía que cuando estaba furiosa no me detenía ante nadie, entonces seríamos dos volcanes en plena erupción uno contra otro.

Pasamos dos semanas separados, tiempo durante el cual no llamó ni vino a casa, a pesar de ser temporada de vacaciones. Lloraba todos los días y salía de casa porque ahí me veían llorar y no podía desahogarme en paz. Sentía que me asfixiaba con las constantes preguntas de cuándo regresaría, si nos íbamos a separar, que era mejor que terminara de esa forma que agredirnos. No quería eso para mí, no era eso lo que había anhelado, no una familia rota. Cada tarde iba a misa de cinco, llevando a mi bebé en el coche y regresábamos al atardecer, luego de pasar por el pan y que viera dormir a los pájaros en los árboles.

Una tarde estábamos los dos sentados afuera, mientras jugaba con la pelota, que pateaba para golpear la puerta de la entrada. Entonces lo vi acercarse a la cerca, arrodillándose para apoyarse y tomando su manita comenzó a hablarle, mientras lo observaba atenta a cualquier cosa que hiciera. El bebé se volteó a mirarme y extendió su manita para que me acercara a ellos. Me arrodillé a su lado, mientras sonreía al vernos juntos, su padre comenzó a llorar al igual que yo.

–Soy un tonto, de verdad. No puedo estar sin ustedes, lo intenté, pero es inútil. Siento haberte hecho daño y a él, sé que los asusté mucho. Vente conmigo, hagamos un viaje solos los tres, quiero que estemos juntos de nuevo, me quedan pocos días libres aquí. Podemos hablar y resolver el asunto. ¿Te parece?

–¿A dónde vamos? No tenemos dinero para ir de vacaciones.

–Eso ya lo resolví, papá me financió, de hecho, fue su idea. Si soy el hombre de la casa debo protegerles, no hacerles daño, menos a la familia que decidí crear porque son parte de mí. Dame la oportunidad para hacerlo mejor.

–¿Vas a dejar de beber de esa manera?

–Sí, lo prometo. Prepara sus cosas, vendré por ustedes temprano como a las ocho de la mañana y hablaré con tu madre de ser necesario. También debo disculparme con ella.

–Ok, espero que cumplas tu promesa. Eso está muy bien.

–Me equivoqué y de verdad lo siento mucho. Eres mi otra mitad y no quiero tenerte lejos de mí ya es bastante el sacrificio que hemos hecho, para poder darles un mejor futuro preparándome lejos de ustedes. Quiero que valga la pena el sacrificio.

Como lo prometió al otro día habló con mi madre y le pidió perdón, además de pedirle permiso para que pudiera irme con él el fin de semana a la montaña. Que no tenía por qué preocuparse que estaríamos bien.

Mi madre aún a regañadientes aceptó que me fuera con él y el bebé ese fin de semana. El estar solos los tres nos ayudó a mejorar la relación, de hecho, el bebé durmió todas las noches que pasamos allá y la anterior a que se fuera, porque llegamos a casa de su familia a dormir. Al día siguiente su padre lo llevó al aeropuerto y lo despedimos. De retorno a casa conversamos, dándome los consejos que creyó que necesitaba escuchar.

–Dale la oportunidad para que demuestre que quiere a su familia. Estuvo muy mal esos días separado de ustedes, parecía un león enjaulado, daba vueltas en la casa y no dormía ni comía casi nada. Sé que no es fácil y que tiene unos arrebatos que hacía tiempo no tenía. De hecho, contigo es con quien más tiempo ha tenido, jamás pensé que durarían tanto de novios y cuando nos dijo que se casarían, nos sorprendimos mucho. Eres una buena mujer, lo mejor que pudo encontrar y sé que contigo logrará mucho. Un hombre avanza cuando tiene una mujer y sus hijos apoyándolo.

–Necesito que me ayude con algo.

–¿Qué será?

–Que no deje que se quede con ustedes más de lo necesario. Necesitamos tiempo de calidad juntos, no solo las noches, debemos llevar una vida más cercana. ¿Me entiende?

–Bueno, tal vez debas compartirlo con nosotros también. ¿No crees?

–No lo entiendo.

–Tal vez puedas evaluar pasar unos días aquí en casa y otros días en casa de tu familia. Aún no tienen un hogar, hasta que eso ocurra puedes estar en ambas partes y así nosotros también disfrutar al nieto. Piénsalo.

–Lo pensaré.

La nueva etapa

Después de esa discusión no volvimos a pelear ni separarnos, acepté la idea de su padre para compartirlo con ellos y que vieran más seguido al nieto. De esta manera pasábamos una semana donde su familia y la siguiente en casa de mis padres. Cuando llegó diciembre acordamos pasar navidades juntos, pero el año nuevo la pasaríamos en su casa, aunque a mi madre no le agradó la idea comprendió que debía compartirnos con ellos también.

Cuando cumplió su primer año tal y como lo prometió recibí la llamada de la empresa, de manera que el día siguiente a su cumpleaños entré a trabajar. Era diciembre y fue la primera vez que se quedaban solos sin mí, ahora era yo la ausente la mayor parte del tiempo. Su relación mejoró, sin embargo, como no era muy amoroso con él, seguía apegado a mí. Cada vez que iban por mí al trabajo me esperaban tomados de la mano hasta que me veía acercarme, entonces le pedía que lo dejara ir, él lo soltaba para correr a mis brazos que extendidos lo esperaban.

No me tocó fácil, el puesto que me asignaron no era en la ciudad, era fuera de ella a dos horas. Eso no le agradó mucho a mi esposo, pero no había de otra, no iba a dejarlo además me permitiría estar más temprano en casa y nos daría el dinero suficiente para poder comprar una casa, un carro y tener la vida que anhelaba solos. No en su casa ni en la mía, cada una de las familias intervenían y opinaban sobre aquellas cosas que solo debíamos decidir nosotros. Era muy difícil la situación, pero después de lo que pasamos separados, el recordarlo nos hacía reflexionar y a pesar de que compartíamos las ideas de nuestros padres, terminábamos decidiendo lo mejor para los dos.

Las conversaciones luego del trabajo le llamaban la atención pues siempre aparecía el nombre del compañero con el cual inicié, pues firmamos el mismo día. Mi jefe me consideró durante casi seis meses, pero luego me asignaron fuera de la ciudad y tuve que ir a otra oficina en el campo a casi dos horas de viaje todos los días. De esta manera viajaba entrada la madrugada y regresaba antes de las seis de la tarde.

Cuando no podía cuidar del bebé porque su padre estaba fuera de la ciudad donde estudiaba, tuve que inscribirlo en una guardería. Mi pequeño cercano a cumplir tres años empezó a ir a la escuela, aprender las letras y los números, a compartir con otros niños. De esta manera ya empezaba la familia a tener los inconvenientes derivados del colegio, como los golpes o las mordidas de otros niños, y las tareas. Era muy difícil para mí llegar con él a hacer la tarea, mientras estaba en casa de mi familia las tías lo ayudaban, pero cuando estábamos en su casa muchas veces me tocó hacerlas con él ya entrada la hora de la noche. Su padre alegaba que no había tenido tiempo porque estuvo afuera acompañando a su abuelo y llegaban tarde, por lo que decidía que debía hacerla conmigo que era mejor.

El niño cada vez estaba más huraño con él, descubrí entonces que las veces que nos quedábamos en su casa se la pasaba solo con la sirvienta, ya que su padre salía con sus hermanos y lo dejaba en casa. Decidí que la siguiente vez nos quedaríamos en casa de mi familia y mi madre me contaba que peleaba mucho con el niño, lo regañaba y no dejaba que estuviera con sus tías.

Discutíamos por eso, aunque lo negaba, comencé a notar cambios en él. Ya no le agradaba que le comentara sobre las cosas del trabajo y cuando descubrió que el compañero que inició conmigo siempre venía en las tardes a dejarme en el taxi, eso lo molestó. Le expliqué que era normas de la empresa y que no podía cambiarlas por capricho suyo, además inició sus pasantías lo que no le permitía venir tan seguido como antes a casa. Para salvar mi matrimonio comencé a buscar alternativas que pudieran permitirme vivir en la misma ciudad donde él estudiaba, pero no tuve la respuesta que esperaba, no era tan sencillo ni fácil.

Planeé mis vacaciones para estar juntos, notaba que la distancia física nos estaba afectando nuevamente. Empaqué mis cosas y con mi bebé nos fuimos a estar una semana con su padre, ya que la otra le tocaba regresar con nosotros a casa. Fueron buenos tiempos para los tres juntos, pensé que habíamos regresado a aquellos buenos días en los cuales nos sentíamos uno parte del otro, pero después comprendí que era solo lo que mis ojos querían ver.

Me propuso que buscara trabajo en la misma ciudad, que dejara el que tenía y me viniera acá con él. El bebé podía quedarse con mi madre y cuando estuviera listo todo, iríamos a buscarle. Aunque no estuve muy de acuerdo, buscamos opciones, diferentes plazas para venir y presentarme, eso hice, pero no conseguí vacantes en aquellas que pudieran darme el mismo nivel de salario que tenía la otra. Desistí, no me parecía buena idea dejar al niño con mi familia porque no sabía cuánto tiempo me llevaría encontrar otro empleo, además estaba enamorada de lo que hacía en el actual.

Volvió de nuevo diciembre y ese fue muy especial, buscó estar casi todo el mes, así que pudo estar en la celebración del cumpleaños del niño en la escuela con sus amigos. Compartimos la compra de su ropa y los juguetes para el cumpleaños y el Niño Jesús, nos preparamos para pasar la navidad en casa de mi familia y por primera vez, desde que nos casamos, el fin de año la pasamos con los míos. Bailamos, nos reímos hasta más no poder y amanecimos sentados afuera viendo los fuegos artificiales que surcaban el cielo oscurecido tomados de la mano, como cuando éramos novios.

Para el próximo fin de semana libre no vino, ni para los tres siguientes. Muchas veces cuando le llamaba no estaba en casa y otras veces cuando él llamaba éramos nosotros los que no estábamos. Ya tenía un auto propio por lo que al regresar a casa salíamos el niño y yo a comer afuera, al parque de diversiones y luego llegábamos cansados a dormir descubriendo que había llamado, pero no estábamos.

Los desencuentros

Ese fue un año terrible, ahora las pocas veces que venía regresaba bebido, bien porque en su casa había algo que celebrar o porque sus amigos lo buscaban, debíamos esperar que llegara a la casa generalmente casi muy entrada la noche.

El niño y yo salíamos también, una tarde de regreso a casa lo vi en su auto con otra mujer, por lo que percibí no se dio cuenta que éramos nosotros, pero estaba segura que era él y esa mujer no era ninguna de sus hermanas. Llegue a su casa, se sorprendieron de verme y su hermana me dijo que acababa de salir acompañando a su papá cerca. En vista de que no tuvo la intención de abrirme, para dejarnos entrar, me regresé al auto y al salir de la urbanización descubrí que su padre llegaba en su camioneta solo. Otra mentira más, comencé a llorar y el niño conmigo, luego de calmarnos regresamos a casita a dormir solitos. Esa noche no regresó a dormir a casa con nosotros.

Llegó el domingo cuando aún dormíamos, había bebido lo sentí en su aliento al besarme en la mejilla, pero no me moví haciéndome la dormida. Cuando nos despertamos, el niño feliz de verlo lo abrazó y luego de preparar el desayuno nos fuimos a la playa con sus amigos. De nuevo comenzó a beber con ellos, mientras las mujeres preparábamos algo para comer y cuidamos a los niños, que jugaban en la orilla con sus palitas y potecitos con la arena y los caracoles.

Llegada la tarde nos tocó regresar, ya había bebido bastante, pero no le reclamé nada, evité discutir con él. Le molestó que solo respondía con simples Sí o No, entonces no me habló más durante el trayecto a casa. Al llegar dejó el carro encendido afuera mientras me bajaba con el niño en brazos pues se había quedado dormido en el asiento de atrás.

Al entrar a la casa, mi familia se sorprendió porque él llegó golpeando las puertas para entrar a la habitación. Mis hermanas se llevaron al bebé a dormir con ellas mientras lo descubrí tirado en el piso lleno de vómito. Sentí tanta impotencia que comencé a moverlo con los pies y me senté en la cama a llorar, estaba haciendo lo que había prometido no volver a hacer. Era para mí una decepción tal verlo en el piso, después de lavarme la cara y calmarme un poco, solo logré llamar a su papá para que viniera a llevarse el auto que había quedado afuera mal estacionado, porque no quería moverlo yo, que viniera en el mío que habíamos dejado en su casa y se lo llevara, mañana debía trabajar muy temprano.

Esa noche luego que su papá vino por su auto y trajo el mío no me dijo nada, no tenía nada que decirme, estaba avergonzado con lo sucedido y se marchó. El niño durmió con mi madre esa noche en su habitación, mientras me cambié y me recosté a dormir porque el cansancio me venció. Cercano a las tres de la mañana, se despertó lo escuché vomitar de nuevo, pero ya estaba en el baño, se quedó abrazando el inodoro cuando me asomé pues en apenas una hora el taxi vendría por mí. Ni siquiera me miró, estaba casi inconsciente, me regresé a la cama, pero antes coloqué la toalla con la que había recogido lo que pude quitarle del vómito al llegar, en la papelera cerrando la bolsa de plástico.

Me recosté de nuevo y me dormí. Cuando el despertador sonó estaba acostado sin su franela, la que estaba llena de vómito, y aún con el pantalón corto del viaje a la playa cubriéndose el rostro con su brazo. Me levanté entré al baño y coloqué la franela en la bolsa con la toalla sucia y como pude limpié el piso del baño con lágrimas en los ojos, no podía permitir que mi madre lo viera como estaba o por lo menos debía dejarlo lo más limpio posible.

Luego de limpiarlo todo, me bañé y vestí para ir al trabajo. Cuando salí a la cocina a preparar el alimento del niño, mi madre preparaba el café, no tenía que decirle nada sencillamente me sonrió con tristeza y ofreciéndome una taza de café dijo:

─No llevaré al niño al colegio, vamos a pasear a casa de tu hermana a lo que sean las siete de la mañana para que no lo vea hoy y pueda pasar su malestar sin que lo moleste.

–Gracias. De verdad que te lo agradezco.

–Bien, espero que sepas lo que haces, aún tienes tiempo de rehacer tu vida cariño, no es necesario cargar con esa cruz a cuestas. Sé que no debo decirte estas cosas, pero me duele verte así.

–Lo sé y siento que tengas que pasar por esto. De verdad.

Escuchamos el teléfono repicar, sabía que el taxi estaba por llegar, porque llamaba antes de salir de su casa a unos pocos minutos de la mía. Terminé de tomar el café y empaqué en la lonchera los panes que mamá me había preparado, aunque estaba segura que no comería nada durante el día. Estaba demasiado triste para pensar en comer, a duras penas pude tomarme el café, sentía que nada más podía aceptar en mi cuerpo. El dolor y la decepción lo invadía de tal forma que no podía con nada más.

Al medio día mamá me llamó para decirme que mi esposo se había ido, que su padre había venido por él y se llevó sus cosas pues debía viajar. Quiere decir que luego de irme, se levantó y llamó a su padre para que fuera por él.

Dos semanas después el abuelo pasó por la casa en la tarde, me sorprendió verlo cuando llegué. Mi suegro jugaba con el niño en la entrada de la casa con la pelota, mientras esperaba que entrara al llegar. Su cara fue un poema, la cara de asombro cuando al bajar del taxi, del asiento de atrás, mi compañero se cambiaba al del copiloto y dándome un beso en la mejilla, como era la costumbre, se despedía.

Le saludé y al niño lo tomé en brazos mientras él se abrazaba a mí.

–Vine para que habláramos. Podemos salir a llevar a comer una barquilla al pequeño.

–¿De qué quiere que hablemos?

–De tu marido y tu matrimonio.

–No creo que haya mucho que hablar.

–Bueno debo intentarlo. Vamos, por favor.

–Bien, déjeme dejarle al niño a mi madre, no es necesario llevarlo para que escuche una conversación de adultos.

–Como quieras.

Mi madre se asomó a la puerta y le entregué al niño, pidiéndole que se quedara con él, que ya regresaría.

Cuando subí al auto, mi suegra estaba esperando por nosotros, me senté en el asiento de atrás y mi suegro arrancó. Llegamos hasta su casa y descubrí el auto, de mi esposo, estaba estacionado en el garaje, destrozado, había tenido un accidente.

–¿Dónde está él?

–Adentro, tiene unos golpes, pero nada serio, sufrió más el auto.

–Pasa cariño, habla con él, deben hablar. Tranquila solo vinimos a traerte, nosotros nos vamos un rato y regresamos entrada la noche, así pueden hablar.

Cuando entré en la habitación, que tenía la puerta entreabierta, le vi acostado en la cama con su brazo enyesado y una gasa cubriéndole la frente. Tenía los ojos cerrados y al sentir que me acercaba a la cama, los abrió sorprendido de verme.

–¿Cómo te sientes? ¿Qué pasó?

–Me llegaron, otro auto perdió el control y me golpeó. Bueno estoy en casa.

–Ya veo.

–Te debo una explicación…

–No, no me debes nada, ya no me debes nada.

–Pero quiero dártela. Escúchame, por favor, no voy a tardar mucho.

–Creo que mejor dejamos esto hasta aquí, no quiero volver a verte llegar borracho y convertido en ese despojo que eres cuando lo haces. De verdad, no lo quiero más.

–Si lo sé. Creo que te mereces otra cosa, no puedo seguir contigo, no soporto esta situación más, de verdad.

–Ya no te quiero y creo que tú tampoco, ¿cierto?

–Sí.

–Bien, creo que no hay nada más que hablar. Bueno sí, ¿tienes a otra mujer contigo?

–No, no tengo a nadie. Pero no quiero hacerte más daño, no voy a regresar ya no quiero seguir en esto de ir y venir. Estoy cansado de correr para poder estar juntos, tú tienes otra vida que puedes hacer con ese hombre.

–¿Cuál hombre? ¿De quién hablas? ─le interrumpí.

–De ese hombre de la oficina, si te dejo puedes hacer tu vida con él.

–¿Qué dices? ¿Cuántas veces voy a decirte que no tenemos nada, que no hay nada entre nosotros?

–Yo he visto cómo te mira, te aseguro que le gustas y cuando sepa que ya no estoy en tu vida, te buscará.

–Por Dios, qué disparate es ese.

–No importa que lo niegues, sé que te llevas bien con él, hablas de él todo el tiempo.

–Cosas de trabajo…Un momento vas a decirme que te he sido infiel con él, dices que es mi culpa cuando eres tú el infiel.

–¿Por qué lo dices?

–Porque te vi con otra mujer en el auto.

–¿Cuándo?

–No importa, ese detalle no cambiará las mentiras que me has dicho y los cambios que has tenido de hace un tiempo. No quieres estar con nosotros. Tienes razón ya no hay nada más que discutir, tampoco quiero esto más, de verdad.

Me levanté de la cama para salir de la habitación, caminé hasta donde se encontraba el teléfono para pedir un taxi que viniera por mí y regresé a casa.

Esa fue nuestra última conversación tranquilos. No volvimos a conversar de nuevo. Unas semanas más pasaron, hasta meses, sin tener noticias suyas. Expliqué en casa que donde hacía las prácticas no había telefonía y cuando llegara a la ciudad se comunicaría. Lloraba todas las noches al llegar a casa, después que el niño se dormía en su cuna, hasta quedarme dormida. Me dediqué al trabajo y al niño, ese fue la mejor medicina, aunque reconozco que cada vez que iba por el niño al colegio y veía como los padres iban por sus hijos los ojos se llenaban de lágrimas.

Un fin de semana llegó a casa, había pasado casi dos meses sin que habláramos. Ese fin de semana mi familia se había ido a casa de un familiar fuera de la ciudad, eso hizo las cosas más fáciles, no tendría que dar explicaciones.

Llegó al final de la tarde, el niño jugaba en la entrada de la casa con la pelota. Tenía la llave y lo vi, sorprendida, entrar a la casa con el niño en brazos.

–Hola. ¿Cómo estás?

–Papá está aquí, mami ─sonrió agarrado de su cuello.

–Si cariño, lo veo.

–Salgamos un rato a conversar.

–No es necesario, estamos solos.

–Bien, eso lo hace más fácil.

–Mejor déjame prepararlo para cenar y dormirlo. No quiero que escuche lo que debemos hablar.

–De acuerdo –dejó su maletín sobre una silla, el niño arrastraba otra para lavarse las manos en el fregadero, la cena estaba lista.

Se quedó observándonos mientras hacíamos la rutina de la cena, le serví un poco, tenía los ojos muy rojos, supe que no había dormido bien.

Cuando terminamos llevó al niño al cuarto para cambiarlo para dormir. Debía preparar las cosas para la mañana siguiente, era sábado, así que había que lavar la ropa, limpiar la habitación y las tareas.

Luego que se durmió el niño, juntos en la cama, uno al lado del otro con la luz apagada comenzó a hablar casi en susurros.

–Lo siento mucho, de verdad. Pensé en dejar lo poco que tenía aquí, pero no era buena idea dejar que tú te hicieras cargo, no es correcto. Creo que crecimos en direcciones opuestas, no puedo hacerme cargo de ustedes, aún me falta mucho para poder mantenerme solo, debo terminar la carrera y no puedo atenderte como se merecen los dos. Reconozco que no estaba listo para todo esto, pero no lo impedí cuando debí hacerlo y luego que él nació las cosas se salieron de control. Tuve miedo y mucho, no sabía cómo hacerlo, verte a ti que te encargabas de todo, lo hacías tan fácil, que me abrumaba la situación. El proveedor debía ser yo, no tú. Lo siento de verdad. No mereces a alguien que no sabe manejar está situación, eres demasiado para mí, demasiado grande, no puedo, me paraliza.

–Creciste lejos de nosotros, en realidad, te quedaste atrás y caminábamos sin esperar por ti.

–Es cierto. No es tu culpa, de verdad, ya no hay nada más qué hacer.

–Bien. ¿A qué viniste?

–A despedirme de ustedes. No voy a volver, lo haré al terminar la carrera. Voy a pasarte un monto mensual para los gastos del bebé, aunque sé que no lo necesita, ya tú puedes mantenerle.

–Igual le falta su padre, eso lo viste, te extraña.

–Aprenderá a vivir sin mí.

–Un niño no aprende a vivir sin sus padres.

–Lo hará. No voy a regresar, quiero que lo tengas claro.

–Un momento, nosotros somos los que no vamos a estar juntos, los que nos vamos a separar, pero no puedes pedirle a él que te ignore, que aprenda a vivir sin verte porque tú no quieras ser responsable por él.

–Te encargarás de explicarle, no soy el mejor ejemplo para él. Debo irme mañana temprano, recogeré las pocas cosas que tengo aquí para que no te molesten y le diré a mi padre que te traiga las cosas que dejaste en casa.

Las lágrimas corrían por las mejillas, no había nada que decir, no pude decirle nada más. En mi cerebro no podía encontrar palabra alguna, pedir alguna otra explicación, decirle la tristeza de saberlo lejos. Las palabras se atoraron dentro de mí, lo había dicho todo y era el final del amor que creí eterno hasta hacernos viejos juntos.

Le di la espalda y lloré casi toda la noche, era como otra de mis noches, estaba sola, aunque estuviera a mi lado. Aunque temblase por el dolor, no hizo el menor intento de acercarse para consolarme, ya no estaba conmigo, aunque siguiera junto a mí.

Al otro día, cuando desperté, estaba recogiendo sus cosas y guardándolas en el maletín. Cerró el clóset muy despacio para tratar de no hacer ruido y señalándome con la cabeza que le acompañara afuera.

Salimos de la habitación, abrió la puerta de la calle, su padre lo esperaba en el auto. Me miró a la cara, se acercó para besarme en la mejilla y antes de irse, tomando mi mano, me entregó el anillo colocándolo en ella y cerró el puño. Nos vimos a los ojos, está vez ambos como lo hacíamos para leer los pensamientos, una lágrima recorrió la mejilla y acariciándola la retiró del rostro, fue la última vez que vi el amor en él, pero duró apenas un pestañeo.

Se volteo para dejarme y abriendo la puerta dejó el bolso en el auto de su padre, regresándose para entregarme las llaves, se despidió dándome un beso en la mejilla.

–En cuanto tenga la posibilidad te busco para que firmemos el divorcio y nada nos una más.

–Siempre estaremos juntos, somos sus padres.

–Es cierto y no puedo cambiarlo, pero no merece un padre como yo, lo siento no puedo hacerlo. Te dejo libre para que puedas rehacer tu vida con otro hombre mucho mejor que yo. Adiós.

–Adiós.

Cerró la puerta y me quedé viendo cómo se alejaban, las piernas me temblaban porque dejaba que se fuera sin pedirle otra oportunidad. Con él se iban las ilusiones de una gran familia, de una vida viendo a nuestro hijo crecer y la vida en pareja que pensamos que sería perfecta se desvaneció. Sentía que pudiera haber hecho más, pero en ese momento mi corazón estaba tan maltrecho que no pude moverme, estaba seca y herida a la vez, las manos temblaban.

Los años siguientes….

El tiempo pasa y muy rápido. No fue fácil para ambos seguir adelante, asumí que se mantendría lejos de nosotros y poco a poco nos acostumbramos a no verle, ni esperar su llamada, hacíamos planes y llegó el día que salimos de casa de mi familia a la nuestra.

Sus padres dejaron de visitarnos, poco a poco, hasta que no los volvimos a ver. Aunque seguía legalmente casada, era como si aún esperara su regreso arrepentido por lo que había hecho y continuar juntos, pero eso no pasó y para mí la vida trascurría entre el trabajo incansable y los deberes del hogar.

Aprendí a manejar la culpa, viví con ella y la cargué durante muchos años. En un curso al que asistí nos permitieron hacer una terapia que cambió mi vida. Debíamos buscar muy adentro aquello que no nos permitía crecer y nos entristecía, pensé entonces en enfrentar la culpa y el dolor juntos de una sola vez. Una tarde delante de aquél extraño me permití pedirle y decirle todo aquello que mis palabras se callaron durante más de cinco años después de la separación. Lloré como nunca, pensé que las lágrimas se habían acabado y luego de eso no lloré más. Me perdoné por una culpa que no debí cargar, no podía controlar las decisiones que él había tomado, esa era su responsabilidad y no la mía, hasta le perdoné por no asumir su papel de padre y me felicité por hacerlo lo mejor que pude. Esa catarsis me permitió seguir adelante sin tanto peso sobre mis hombros, para qué cargar con tanta rabia en mí que no me permitía vivir felizmente ni disfrutar la vida con mi hijo al recordarlo cada vez que lo veía parecerse más a él.

Una tarde de abril lo encontré esperándome a las afueras de la oficina donde trabajaba. Tenía sus manos en los bolsillos, estoico, derecho, mirando a los que salían del edificio hasta que lo identifiqué.

–Hola.

–Hola. ¿Qué haces aquí?

–¿Podemos hablar?

–¿De qué?

–Vine a decirte que voy a pagar el divorcio. Ya todo está listo, solo debes ir a firmar en la notaría y serás por fin libre.

–Bien. Dame la información. –me entregó una tarjeta con el nombre del abogado– ¿Hay que llamarla cuando vaya?

–Si, así es más fácil. Tranquila todo lo que has adquirido a lo largo de los años es tuyo y de él. No voy a pelear por ello.

–Gracias, no esperaba menos de ti.

–¿Cómo estás?

–Muy bien. ¿Y tú?

–También bien. Veo que de verdad es así, me alegra por ti.

–Gracias. Debo irme, se me hace tarde para ir por Alberto.

–¿Cómo está?, debe ser casi un hombre.

–Si tiene dieciocho años, está en la universidad.

–Me alegro.

–¿Quieres que le diga algo de tu parte?

–No. Con saber que está bien me conformo.

–Bien. Llamaré a tu abogado mañana y tendrás tu libertad.

–Gracias.

Nos despedimos sin remordimientos, como si no supiéramos quienes éramos, unos desconocidos. En realidad, así era porque el tiempo había creado una barrera impenetrable entre ambos, dos desconocidos cuyo pasado juntos había desaparecido entre la maraña de los recuerdos.

El tiempo siguió pasando, un año tras otro, hasta que un domingo lo vimos en el supermercado de la ciudad, estaba con otra mujer y una niña pequeña. Mi hijo se quedó sin parpadear mirándolo y cuando lo seguí con la mirada fue su rostro al que encontré observándonos. Fueron unos segundos que nos vio, luego recogiendo sus bolsas se marchó con su mujer y su hija, como si nosotros fuéramos un fantasma. Mi hijo me tomó de la mano y sonreímos con tristeza, después nos abrazamos.

–Vimos un fantasma, mamá. Tranquila se irá pronto, como todo fantasma.

–Si cariño, como todo fantasma.

Años después, durante la celebración de su grado universitario, luego que brindamos con vino tinto, mirándome al rostro y tomando mi mano comenzó a hablar muy despacio y cerca de mí para que quedara entre nosotros.

–Gracias por todo. Estoy feliz y quiero que sepas que si no fueras como eres, tal vez sería un hombre sin futuro. Me has enseñado que todo obstáculo se puede superar y que, aunque nunca estuvo, ese señor, tú estuviste por los dos. Me enseñaste a valorarme como ser humano y a entender que aceptara aquellas cosas que no podía cambiar con amor, que se las dejara en las manos de Dios, y le agradeciera a la vida por enseñarme a aceptarlas sin luchar contra ellas, porque la carga se hace más ligera. Que nunca fue mi culpa que nos dejara y él siguiera su propio camino. Gracias por pensar en nosotros, en lo mejor que nos podía esperar sin él a nuestro lado, hubiese, tal vez, sido un niño infeliz con unos padres que no se soportaban y maltrataban. No hubiera podido crecer junto a él. Gracias por atreverte a hacerlo sola. Te amo.

–Ay mi niño querido. Gracias a ti por ser mi roca, la alegría de mi vida y mi norte. Estoy feliz, no me imaginé que llegaría a escuchar estas palabras de ti, pensé que escondías un reclamo por no darte la oportunidad de conocerlo.

–¿Qué debía conocer? Lo egoísta e irresponsable que fue. No, qué va.

–Salud mi amor.

–Por nosotros y por la felicidad que nos ha acompañado siempre.

–Salud.

Ya no era mi niño pequeño, se había convertido en hombre y una tarde compartimos la decisión de seguir creciendo en otro lugar, lejos de aquí. Ese hombre frente a mí iba a buscar su futuro y con dolor, pero con orgullo, lo ayudé a empacar sus cosas y hacer los arreglos para su viaje.

En esa época descubrí que su parecido era extraordinario, eran dos gotas de agua, físicamente y muchos de sus rasgos, sonrisas, miradas, me recordaban a aquel hombre que amé en mis años de juventud. En esos años posteriores a la separación y luego de la terapia que hice en aquel taller, reconocí que no podía recordarlo siempre con dolor. Tuvimos momentos muy buenos en esos años de juventud, también eran mis recuerdos y debía conservarlos con amor, no con miedo ni rabia. Para qué odiarlo si ese odio solo me mataba lentamente a mí.

Solo hasta hoy que escribo para contarlo, ha sido una catarsis. Reconocí que su recuerdo llegaba a mí rodeado de las cosas buenas, las cosas malas, las lágrimas, el dolor, la decepción y el miedo de esos años se habían desdibujado en la maraña de recuerdos de la vida que tuve, la que viví. Quería que la que me esperaba delante debía ser sin esa pesada carga de recuerdos adoloridos, solo los felices, solo el amor que sentí por él fue lo que conservé, todo lo demás lo olvidé y ya podía verlo de nuevo sin que mi cuerpo viviera otra vez el dolor de aquellos momentos. Ya no estaban, era como una película, esa otra mujer era la que lo vivía, esta mujer de ahora estaba ligera y libre del dolor que podía causar en su cuerpo verlos de nuevo. Estaba finalmente libre.

Pronto me quedaría sola. Realmente sola no, conmigo, quien me había acompañado todos estos años y por quien había resistido la soledad, la culpa y luego, la felicidad que decidí que sería mi compañía con lo mucho o con lo poco que la vida me regalara. Decididamente aprender a vivir contigo es una aventura que nunca termina.

Escuchar la nueva música, cantar juntos las canciones de Elvis o de Frank Sinatra mientras lo llevaba al colegio, la universidad y después a su trabajo las extrañaría. Las noches de cine y las palomitas de maíz, también las extrañaría, pero sobre todo las películas cómicas, donde nos reíamos hasta que teníamos que salir al baño de tanta risa. Las atesoré en mi corazón, al igual que las cosas bonitas que había vivido con él, su padre. Gracias por todo aquello que me diste y la posibilidad de ser madre, eso no tendré nunca cómo agradecértelo. Es lo que me ha hecho infinitamente feliz.

Esta madrugada lo acompañé al aeropuerto, debía quedarme a arreglar los documentos para reunirnos después y mi trabajo, pues aún continuaba haciéndolo. Te cuento que mi secreto es mantenerme ocupada con aquello que amaba y con quien amaba, hasta los huesos.

Despedirlo me dolió, pero estaba tan orgullosa de lo que había logrado y por lo que le esperaba lograr, que fue con amor que le abrí las puertas para que volara y consiguiera su propio destino. Ahora le tocaba a él continuar haciéndolo, sin mí, pero conmigo lejos.

Hoy inician los últimos dos meses del año. El cielo azul brillante y sin nubes presagiaba la más hermosa época del año y ahora ya solo recordaba con amor los buenos momentos que vivimos juntos, siendo unos jóvenes, esa jovencita que quería comerse al mundo llena de ambiciones y sueños que logró cumplir. Gracias por quedarte conmigo durante todos estos años y ayudarme a convertirla en la mujer que es hoy: una mujer feliz y realizada.

Me esperan entonces no trescientos cincuenta días, me esperan trescientos sesenta y cinco días de nuevas y desconocidas oportunidades para descubrir lo que la vida me depara en esta nueva etapa. Tal vez encuentre a ese otro ser con el cual pueda compartir lo que me resté de vida en esta tierra, pero me gustaría que fuera tan libre como yo, un fiel amante de la libertad de ser feliz.

Mary Agnes Vega.

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