Tutankamon suele despertar los domingos.
Cada vez que lo veía al despertar notaba que algo me quería decir. Una atmósfera de polvo y recuerdos se levantaba entre nosotros, tanto así que un cansancio milenario me impedía abrir la boca, lo veía incrustado en un silencio tormentoso y en sus ojos veía una nube de sargazos y líquenes.
No siempre fue así, al principio me ignoraba y me dejaba en mis cavilaciones perdido entre el ruido de los escarabajos carnívoros que ya casi había olvidado. Yo no tenía muchos argumentos para discutir con él, porque al querer hacerlo una cascada de arenas y piedras amenazaba salir de mi boca antigua, sólo lo veía confundido entre el trajín de la mañana sufriendo el galope mortal de las pesadillas. Al principio me asombró su inocencia, sus movimientos confusos tratando de ordenar el espejo trizado de la realidad. Sufría para mantener los párpados abiertos durante el día porque las telarañas del sueño no lo dejaban ingresar al mundo racional donde los otros se movían con una seguridad alucinante, como si fueran inmortales. Él sentía miedo y el niño triste que lo habitaba se asomaba por sus pupilas donde un cielo de ceniza impedía el reflejo de la luz meridional.
No sé por qué desperté su interés entre los turistas extraviados que una y otra vez me miraban, insensatos, tratando de adivinar el lenguaje hermético y sagrado de mi terrible mirada fija que los veía desde los territorios innombrables de Ra. Sólo lo vi dirigirse al guía y pedir algunos datos sobre mi genealogía divina, luego de su bolsillo extrajo algunos billetes y me tomó entre sus manos con una delicadeza inusitada. Después me trajo a este sitio donde construyó un nimio nicho desde el cual, sin darse cuenta él, comencé a penetrar sus sueños. Inicié ejercitando mis viejos oficios de nigromante que aún no había olvidado desde los tiempos remotos orando entre los médanos del Sahara y luego como un ejército de polilla comencé a conquistar sus sueños hasta convertirlos en un hermoso retablo de los infiernos. Debo reconocer que esto inició como un juego porque, en mi petrificada soledad nimbada de aburrimiento, no había nada que distrajera mi condición de deidad ultrajada por ruines mercenarios. La noche en que ocurrió todo, recuerdo que llegó sacudiéndose las escorias del día tormentoso, tomó café, hojeó algunas revistas, subrayó un pasaje de Walser, leyó la carta que le había llegado de su madre, limpió sus dientes sin pensar en la calavera que lo veía desde el espejo, se persignó después con el doloroso e inexplicable arrepentimiento de los cristianos y lentamente, luego de mirarme, dejó que el sueño hiciera su trabajo entre la tibia respiración de las sábanas. Yo esperé hasta entrada la noche para ingresar a sus sueños, fue muy fácil, no había ningún talismán o hechizo que conjurará el mal. Sembré las más terribles imágenes: una cabeza deshecha, demonios desnudos entre un lodazal lanzando herejías contra Dios, prostitutas abandonando fetos en albañales; cielos triturados de hierro y de ceniza; aguas léntidas de una abominable transparencia donde moluscos y peces se desintegraban entre un murmullo siniestro de caparazones y escamas; mujeres sin rostro deambulando ciegas en la luz angular de columnas derruidas; ejércitos harapientos cubiertos de herrumbre y sangre aullando como lobos; ruinas de templos monumentales invadidas por insectos, reptiles y yerbas de salvajes nervaduras.
He dicho que entrar en sus sueños fue fácil, con ello no quiero tampoco conceder importancia a mis oficios. Ingresar al orbe de sus sueños no fue una cosa sencilla como alguien pudiera pensar por mi origen divino, a pesar que mi sagrada soberbia me traiciona. Miles de años me llevó aprender el sagrado arte de la cartografía onírica que me ha permitido, incluso, divertirme sin césar hasta la náusea. Ser un perverso explorador de sus sueños me provoca placer y secretamente gozo de su decadencia. No me interesa lo que le pasa en su vida cotidiana, es demasiado prosaica, por no decir mediocre. Salvo algunas mujeres que lo visitan y le dispensan excesos dionisiacos, lo demás es de un aburrimiento terrible. Si el supiera lo que le espera en la inmortalidad no se ocuparía de cosas tan deleznables e ínfimas. Lo veo surgir de la pesadilla como un tránsfuga del infierno degustando el sabor amargo del azufre.
Ernesto llegó a casa, le gustaba el orden y la limpieza, porque sentía que frente al olor del inframundo esto era un indicio que todavía no se animalizaba… pero si las cosas seguían así, seguramente terminaría como aquellos personajes oscuros y derrotados que siempre miraba en la calle con cierta compasión, sintiendo que en algún momento podía ser uno de ellos. Antes de dormir tomó una dosis muy alta de Tafil, Prozac e hidrocloruro de Trazadona. Quería terminar rápido. El largo inventario de las pesadillas lo iba sitiando y sin duda estaba convencido de que las hordas de la locura no tardarían en llegar. Pensó en el niño triste que había sido y enseguida se quedó dormido. Apenas percibió el murmullo de sus sueños y el ídolo se metió en ellos con un bien trazado mapa del horror. Dibujó una sonrisa helada y comenzó a diseminar las pesadillas. Apenas había llegado a un paisaje oscuro lleno de serpientes y árboles desgarrando con sus secas ramas jirones de nubes, cuando vio una explosión de luz y polvo que lo conmocionó, el trueno removió el paisaje y las coordenadas del mapa enloquecieron. Confundido el ídolo trató de conservar la calma y reorientarse entre el denso olor de los antidepresivos que habían convertido el paisaje siniestro en una rara mezcla de sonidos y luces. El ídolo corrió entre los laberintos infectos tratando de encontrar la salida pero fue imposible. Lanzó imprecaciones y desgarró su garganta invocando a los dioses que nunca acudieron al llamado. Estaba perdido.
Cuando Ernesto despertó avanzado el día, sintió un dolor insoportable en la cabeza pero el sabor de las galeras infernales había desaparecido, quiso recordar la pesadilla y no pudo. Cerró los ojos y caló hondo un cigarrillo que había nerviosamente prendido. En la olvidada pesadilla, el ídolo aullaba como un perro rabioso. A veces el ídolo predica con falsa mansedumbre su evangelio pero ya nadie lo escucha.
José Everardo Ramírez.