Arañas
¿Sabes a qué le temo? Le temo a las arañas, a esos horribles, despreciables y nauseabundos animales de ocho patas que caminan por las paredes, los rincones y que tejen telarañas, que atrapan a sus presas para devorarlas tras inmovilizarlas con su paralizante veneno. Me aterra ver o pensar en esos terribles seres que, desgraciadamente, gustan como yo de vagar en las profundidades de la oscuridad. Me las imagino, incluso si están ausentes, y me pongo nervioso y la paranoia se apodera de mí. Veo a mi alrededor para asegurarme de que no haya ninguna cerca y, aunque no lo estén, siento comezón en todo el cuerpo; me pica la piel como si estuvieran posando sobre mí sus patas y bailando al ritmo de un endemoniado violín, pisoteando con odio sobre cada uno de mis poros. Las odio, las aborrezco con todo mi ser.
Son para mí un gran problema, aunque, curiosamente, descubrí que al consumir un veneno mil veces más letal que el suyo, dejaba completamente de temerles; así que te lo agradezco a ti, mi letal, mortífero y tan adictivo veneno y antídoto.
Las veo y les temo, luego pienso en ti y no hay en mí nada más que la calma de un sol al atardecer o la belleza de una luna al anochecer. Y sí, efectivamente, no sólo sucede con las arañas, cualquier cosa que me frustre o afecte se esfuma o se ridiculiza ante tu presencia en mi pensamiento. Eres tú tan grande que mis temores te temen.
Me atrevo a decir que eres difícil de amar; tus desapariciones, tus secretos y misterios, me hacen llegar a una conclusión: entre más sé de ti, menos te conozco, y entre menos te conozco, más me encantas.
Cada segundo pienso ¿dónde estará? ¿en qué recóndito y abandonado sitio estará dándole al mundo el regalo de sus pisadas? Porque tus pisadas, te informo, son un regalo para todo el universo y sus habitantes.
Te diré un secreto que, al decírtelo, ya no será secreto, y realmente no importa, porque contigo quiero compartir todos mis secretos: «Si parpadeara cada vez que pienso en ti, no cabe duda que viviría mi vida a ciegas».
Desde este sitio en mi mente, que estaba oscuro y tu llegada iluminó, te digo: Gracias por el veneno.
No vi cuándo sacaste tu aguijón y lo clavaste en mi corazón, porque sé que no lo hiciste. Tu forma de envenenarme y enamorarme fue diferente, distinta, como tú, única e irrepetible. Me viste una vez y dejaste en mí la cicatriz más hermosa que mi alma pudo jamás haber tenido. Así me picaste y me envenenaste, viéndome a los ojos y entrando a lo más profundo de mi alma, a un lugar tan alejado de mí que nunca había conocido, un sitio en el que pusiste tu bandera como primera y única conquistadora.
¿Quién dijo que el veneno era malo? Porque vengo hoy a mostrarle mi cicatriz y decirle que soy el envenenado más feliz que existe.
Lo dije hace unos renglones y lo repito: «Dejaste en mí una cicatriz», porque las cosas más hermosas nos marcan para toda la vida.
Cada vez que veo dentro de mi alma, ahí estás, y cada vez que veo fuera de ella, allí estás también, y no puedo evitar pensar: «¡Qué hermosa es la vida! ¡Qué hermoso es el arte de tu existencia!».
Cada día te quiero más, cada día necesito más de ti y de tu veneno, cada instante más temo dejar de recibirlo y que sea sólo un miserable poeta con síndrome de abstinencia de lo que más amó y que al irse más lo destruyó.
No te vayas porque, si te vas, abriré la alacena y habrá arañas, abriré el congelador y habrá más arañas, abriré mis ojos y no habrá nada más que arañas, y no estarás tú aquí para ahuyentarlas.
C.S.S.